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mardi, 11 novembre 2014

Hacia una Comunidad Orgánica de la mano de Ortega y Gasset

Hacia una Comunidad Orgánica de la mano de Ortega y Gasset.

Carlos Javier Blanco Martín

Doctor en Filosofía.

cblancomartin@yahoo.es

Ex: http://www.revistalarazonhistorica.com

 

jose-ortega-y-gasset-3.jpgResumen:

En este trabajo, de la mano de Ortega y Gasset, intentamos encontrar fórmulas que permitan sacar a España y a Europa de su marasmo. Fórmulas ya presentadas por el filósofo hace un siglo, aproximadamente, y que siguen siendo válidas en lo fundamental. Creemos que un pensamiento de tipo absolutista –absolutismo del individuo y absolutismo del Estado- es la raíz de tanto fracaso. En medio de estos dos absolutismos, Ortega defendió la vigorización de estructuras o entidades intermedias que hagan posible, en todos los órdenes (territorial, social, productivo), una Comunidad Orgánica u organizada.

Summary:

In this paper, by means of Ortega y Gasset, we try to find schemas to get Spain and Europe from its chaos. Schemas already presented by the philosopher a century ago, and which remain valid in principle. We believe that a type absolutist thought (absolutism of the individual and absolutism of the state) is the root of so much failure. In between these two absolutes, Ortega defended the invigoration of structures or intermediate entities in order to do, at all level (regional, social, and productive), an organic community or organized society.

1. Pueblo, territorio, comunidad y Estado.

Vivimos en tiempos de disolución. Especialmente sucede esto en el Reino de España. Este es un Reino de Europa arrinconado en un extremo del occidente del viejo continente, pero también abierto de puertas en un cruce de caminos, donde se acercan tanto el aroma de África como la juventud de América, y hasta aquí llegan todos los vientos, a las viejas orillas ibéricas, a las costas de la decadencia y el marasmo. Los filósofos del pesimismo nunca gozan de buena prensa (Schopenhauer, Spengler), pero nos enfrontan con una cruda realidad. En España, en unas condiciones que no resultan muy distintas a las de hace un siglo, se alzó una voz que no se hundió en ninguna clase de pesimismo ni de resignación, antes bien, propuso reformas y más que reformas, propuso revitalizar el Estado y el cuerpo de la nación. La voz de José Ortega y Gasset.

El Reino de España, hoy como entonces, sigue prisionero del caciquismo. El provincianismo denunciado en La Redención de las Provincias[1], no es hoy tan distinto del de entonces. La actual configuración del Estado de las Autonomías ha significado la síntesis del “madrileñismo”, en palabras de Ortega, esto es la miope visión del Estado hecha desde la Capital –villa y Corte- y con la configuración social específica de sus élites, por una parte, y el “provincianismo” más rústico y rastrero por parte de unos caciques de ciudad provincial y de villorrio, de la otra. En esta usurpación del Poder público a cargo de unos y otros, el Legislativo jamás acierta a planear un plan de reformas que mire por el bien común, a largo plazo y por encima de particularismos y de “ismos” ideológicos. Parece como si el terruño y la ideología nublaran la mente del Legislativo, por no decir nada del Ejecutivo.

En medio del marasmo, las que sufren son las Instituciones sociales propiamente dichas, las más antiguas y carnales, aquellas que preexistían a esta y a toda anterior Constitución, aquellas que tejen y hacen posible la Comunidad Orgánica antes de éste o del anterior Régimen. ¿Qué Instituciones son esas? La familia, la corporación local, las regiones y comarcas históricas, entre otras (no olvidemos las corporaciones productivas). Se trata de Instituciones que hacen la vida humana posible y mejor, en las que anida el individuo siendo cosa mayor y más excelsa que un individuo, porque lo califican como persona.

1.1.  Fundamentalismo individualista.

Es preciso corregir el fundamentalismo individualista, la radicalidad con la que hoy se defiende, generalmente bajo el paraguas de la Declaración de los Derechos Humanos, una idea irracional, esto es, una ideología: la idea de que solamente los individuos son portadores de derechos. El Estado no puede consistir en una maquinaria exenta frente a un cúmulo de individuos átomos. Hay toda una serie de realidades intermedias entre el Estado y la masa de individuos, una red muy tupida que llamamos Sociedad, y en toda sociedad organizada ha de fundarse un Estado igualmente organizado. Esas entidades intermedias hacen la vida civilizada posible, permiten al hombre vivir de manera plenaria.

La ideología de los Derechos Humanos, aventada a todos los rincones del mundo desde 1789, fue resultado de una confluencia: el monoteísmo, el iusnaturalismo, la mentalidad burguesa. A la altura del siglo XX llegó a cristalizar como una especie de “ideología oficial” u obligatoria. La persona individual, que marcadamente se afirmaba en la teología cristiana, en el derecho romano así como en el derecho germano (o “feudal”) ante el dios, el Estado, o la Comunidad, llega a abstraerse por completo, a perder sus cualidades diferenciadoras, a situarse por encima y al margen de aquellos marcos con los que –siglos atrás- debía contrastarse: el individualismo concreto o personalista (en la Cristiandad, en el romanismo, en el germanismo) se convierte, por medio de la Economía burguesa o capitalista, en un individualismo abstracto. Y con la abstracción se cae en la unilateralidad, en la ceguera ante las dimensiones ora trascendentes (lo divino, el destino) ora inmanentes (el ethnos, la nación, el estamento, la comunidad). En términos similares a Ortega se presentó este tipo de crítica –décadas después- en algunos teóricos franceses de la conocida como “Nueva Derecha” (que, por cierto, también podría llamarse “Nueva Izquierda”), así Guillaume Faye y Alain de Benoist:

El absoluto de la humanidad confluye entonces en el absoluto del individuo, de la misma forma que el objetivismo del “iusnaturalismo” (la teoría del “derecho natural”) converge en el subjetivismo individual más desenfrenado: prueba de que los extremos se tocan. La dimensión negada es la dimensión intermedia: la fijación en el seno de una cultura, de un pueblo o de una nación.

Ahora bien, las colectividades intermedias tienen tantos derechos como deberes. El pueblo tiene derechos. La nación tiene derechos. La sociedad y el Estado tienen derechos. Inversamente, el hombre individual tiene también derechos, en tanto que pertenece a una esfera histórica, étnica o cultural determinada –derechos que son indisociables de los valores y de las características propias de esta esfera. Es ésta la razón por la que, en una sociedad orgánica, no hay ninguna contradicción entre los derechos individuales y los derechos colectivos, ni tampoco entre el individuo y el pueblo al que se pertenece”.[2]

1.2. Nación, Trabajo y Regiones.

El programa de José Ortega y Gasset, resumido en un tiempo bajo el lema “Nación y Trabajo” implicaba a todos los ciudadanos de España, unidos por encima de las banderías ideológicas, abrazados en un gran Cuerpo social, pues el Estado español no podía seguir siendo un mero formulismo, una cáscara vacía. Un Estado y una Constitución pensados en términos abstractos, desconocedores de que la gran masa de la población vive desorganizada, no “forma” sociedad, son por sí mismos un error, son ellos mismos una de las causas de los males nacionales. Para Ortega, se hacía preciso formar la Nación, y evitar el carácter doctrinario y abstracto de las leyes y documentos. En tal sentido, propone Ortega una descentralización y una autonomía de las “grandes comarcas” (dicho así bajo la censura) o más bien regiones histórico-naturales. Frente a las 17 autonomías actuales en España (muchas de ellas “cortadas” de forma arbitraria y ahistórica) Ortega propone un número más reducido de las mismas, con sus respectivas asambleas regionales y poder legislativo en asuntos que son de su competencia. Este era un modo de vigorizar el cuerpo de España, y no un federalismo que supondría una segmentación de su Soberanía. El filósofo madrileño no tuvo reparos en criticar el pésimo papel que la Capital había ejercido sobre la historia de España. Madrid había supuesto el lastre de no haber podido nacionalizar la provincia, como de forma inversa sí había hecho París con las provincias francesas. Un Madrid poco ejemplar y miope, compuesto principalmente por las élites que rodeaban la Corte, el gobierno, la burocracia civil, militar y eclesiástica, además de los rentistas y ricos venidos de la provincia, era un Madrid sociológicamente miope, ajeno por completo al gran agro que le rodeaba, una España profunda, la de la provincia, la del villorrio, la del mar inmenso de surcos de arado, que llegaba prácticamente a las puertas del “poblachón manchego”. El madrileño medio arrastraba el vicio de entender que España toda era una extensión de Madrid, y nada más, de ahí el esquema radial y centralista, que es el esquema de organización animal más primitivo de todos, y también sucede así en la política.

¿Significa esto que hay que descentralizar de manera radical, acudiendo al átomo de civilidad administrativa, esto es, el municipio? El municipio es, sin lugar a dudas, una importante institución civil, política, administrativa. Pero en lo político-económico constituye un mínimo absolutamente inoperante, que nada puede hacer si no es en coalición o mancomunidad con todos los demás municipios vecinos que comparten intereses con él, especialmente intereses de índole económica. El proyecto de Maura basado en la descentralización de España, polarizado ésta hacia los ayuntamientos, era visto por Ortega como algo completamente insuficiente. En el filósofo no se observa un romanticismo “tradicionalista” (por cierto muy cultivado por los liberales del XIX, y no solo por los tradicionalistas) que añora las pasadas juntas concejiles, verdadero embrión de la Democracia en el Medievo. Más abajo mostraremos qué es la Razón Histórica en Ortega, que no es precisamente “historicismo” ni simple y llano “tradicionalismo” en el sentido simple de pasto sabroso para los retrógrados.

La provincia tampoco es un cuerpo intermedio operativo, ni eficaz ni deseable para vigorizar España como cuerpo social. Con perfecto conocimiento histórico, Ortega ve que la división provincial sobrevuela la naturaleza histórica y étnica de las comarcas; son como los meridianos, rayas invisibles que han marcado los despachos de políticos doctrinarios en el siglo XIX. No, la descentralización de España, para que las provincias sean redimidas de una Capital impotente, y ella misma “provincializada”, consiste en las autonomías regionales. Pero éstas han de respetar las “vetas” que una España de mármol ya de por sí alberga. Estas vetas son el producto de la Historia, no son, en realidad, “naturales”. Algunas proceden de la gran divisoria entre pueblos prerromanos, son pues, muy antiguas (celtas, iberos y tartesios), pero de mayor enjundia para comprender la diversidad regional (y región, en Ortega, es concepto de marcado contenido étnico, frente a la Nación política, España, como comunidad de destino poliétnica), son las etnicidades desarrolladas durante la Reconquista.

Que las regiones (históricas) se doten de Asambleas con autonomía legislativa y ejecutiva, y que de éstas Asambleas o Cortes surja un número reducido de diputados para el Parlamento de Madrid (noventa o cien representantes), no es, exactamente, el modelo que se dio el Estado Español en 1978. Pero, sin duda, Ortega es un precedente teórico claro del “Estado de las autonomías” si bien el número de estos entes creados en 1978 puede considerarse excesivo y sus componentes y lindes territoriales son, en alto grado, arbitrarios. La confusión -deliberada o no- entre autonomismo y federalismo, y el olvido de las propias demarcaciones tradicionales de “Las Españas”, como era lícito decir en el Antiguo Régimen, antes de 1812, es una confusión que clama al cielo. No obstante, este asunto es demasiado complejo como para tratarlo ahora, mas debe consignarse que en Ortega las Instituciones han de mediar entre los individuos y el Estado, y aquí hemos hablado ya demasiado de Instituciones de carácter territorial y étnico, que el Estado encuentra ante sí, ya dadas, entregadas por la Historia. Pero hay otras.

1.3. Otras Instituciones Mediales.

La familia, además del municipio, además de la comarca natural, la Región histórica o la nacionalidad, los cuerpos profesionales, los “estamentos” (clero, milicia, jueces, docentes), etc. son realidades que también poseen derechos y deberes, que también constituyen sujetos colectivos dignos de consideración filosófica, sociológica y jurídica. Constituyen una suerte de Medio Ecológico  [Umwelt, milieu] donde el individuo se “llena” de contenido en su vida, se dota de sentido, de proyecto. El capitalismo, tendencialmente, reconoce la individualidad pura y exenta, y al margen de ella, sólo el propio Capital en trance de producción y acumulación. Tendencialmente, el Capital tiende a instrumentalizar todas las instituciones sociales, el Estado mismo. El Estado como subordinado al Capital, la Política a las órdenes de la Economía.

Pero para valorar en sus justos términos tales Instituciones se hace precisa, urgente, una Razón Histórica que, al modo orteguiano, haga de ellas equipaje esencial para el presente, para que la sociedad y los Poderes públicos las tomen en cuenta y las protejan, para que las empleen como palancas para toda posible reforma de amplios vuelos, ya se trate de reformas de Estado o cambios de Régimen. Los males de nuestra sociedad se deben explicar- en gran medida- por la supeditación de la familia, el municipio y todo género de corporaciones apolíticas (incluyendo los lazos sociales con un territorio). La manera en la que se manipulan la familia y el ayuntamiento, por ceñirnos a unos ámbitos muy concretos, pues todo ciudadano forma parte de una familia y de un ayuntamiento, no puede calificarse sino de letal. El Legislador –acaso impregnado de un atroz positivismo y progresismo en sus pliegues cerebrales- tiende a creer, desde los ya lejanos tiempos jacobinos, que sus palabras escritas con fuego y sangre pueden alterar realidades extrañas a la Constitución desde la que él, como poder público, impera. Pero el imperium de un legislador, por muy legítimo y democrático que sea su fundamento, nunca puede extenderse hacia atrás, hacia realidades previas y constituyentes de toda Constitución Política. Dicho de otra manera: antes de una Constitución Política hay una Constitución Histórica o, si se quiere, una Tradición. No podemos creer, como Ortega, que un Régimen político pueda ser tan poderoso como para rectificar la Tradición en el sentido de conformación o constitución histórica de una comunidad humana.

2. La razón histórica[3].

El siglo XIX, especialmente el siglo XIX alemán, fue el siglo de la “ciencia histórica”. Toda una manera de trabajar en ciencia, toda una “ciencia del hombre”, germinó con los grandes sabios germanos que supieron ver que la Historia y todas las ciencias aledañas que versan sobre el hombre, el espíritu y la cultura, no podía ser campo provincial de la física. La razón físico-matemática no podía dar cuenta de los sucesos y realizaciones del hombre. El hombre, más allá de ser cuerpo y complejo de relaciones físico-matemáticas era también Historia. Pero si bien aquellos sabios del historicismo comprendieron la insuficiencia de la razón físico-matemática para las ciencias del espíritu y se alzaron en contra del imperialismo epistemológico de la física sobre los continentes de la antropología, ellos no supieron perfilar cuanto habría de ser una verdadera Razón Histórica. En el fondo se sumieron en un positivismo crudo, equivalente en no pocos puntos al positivismo de la ciencia físico-matemática y biológica por entonces triunfante. Los sabios historicistas, refunfuñando contra el positivismo del naturalista, cayeron en uno análogo en su enteca búsqueda en medio de archivos, rastros arqueológicos, reliquias y antigüedades. Estos sabios se rindieron ante la facticidad de un pasado que, como ya sido, no podía ser constituyente del hoy. Como los positivistas de toda laya, lo pasado ya descrito como cosa muerta, inerte, catalogado en el museo y en el archivo, encerrado en su “ya sido”, es un pasado deificado y, sin embargo no vivo, irreal. A este historicismo, nuestro Ortega opone la Razón Histórica. La Razón Histórica exige un trato diverso con el pasado: al pasado no le cabe ser cosificado, porque es real. Está inserto íntegramente en el pasado del hombre.

En el ser humano se da, por esencia, un pasado que siempre lleva a rastras. Nuestro pretérito forma parte de cada instante presente como si se tratara de nuestra espalda y nuestra sombra, pero no porque huyamos de ello al ir hacia un futuro dejamos de acarrearlo. El caminante viaja a su destino no por huir de sus espaldas y de sus sombras. Éstas son más bien sus acompañantes, los socios inevitables de todo peregrino. El pasado nunca es simplemente pasado, es parte integrante de un presente. El pasado es real, paradójicamente, como constitutivo de un presente y en la medida en que es constitutivo de un presente. La memoria es la facultad presente, actuante, que nos enlaza con lo ya sido. La memoria es ese motor retroactivo, pero su eficacia y su resultado solo puede ser proactivo.

Esto que llevamos dicho puede ser válido para el individuo y para los pueblos. La amnesia total de un pueblo o nación solo puede ser parcial, pero en cualquier caso es patológica. Todo cuanto ha sido experiencia histórica de una colectividad se encuentra entreverado en las más profundas entrañas de ésta, y es constitutiva de lo que ella, la colectividad orgánica, hace en este preciso instante. Bien es verdad que la tecnología y los medios de manipulación de masas poseen hoy más poder de extirpación del pasado que nunca, y esto es grave peligro para la conservación de la humanidad. No ya de la humanidad zoológica, que no sabemos si habrá de salir indemne de un conflicto nuclear, pero si la conservación de la humanidad espiritual.

Grande descubrimiento parecía ser, allá a finales del XIX y principios del XX, el descubrimiento del continente vida. Figuras como Dilthey o Bergson dieron ese paso[4], dejando atrás la vida en el sentido positivo-categorial (las “ciencias biológicas” experimentales y naturalistas) y alzando por fin una Ontología del devenir del hombre, la vida que es consciente de serlo, la vida que puede interpretarse a sí misma y no meramente arrastrarse como sustancia ejecutora de sus funciones. Ortega supera también su noción de Razón vital por la de Razón histórica: el verdadero devenir, la verdadera mudanza causal es la de la Historia. Los griegos, y su representante acaso más puro, Parménides, no pudieron arribar a esa Razón histórica. La sustantividad de las cosas y su identidad eran uno y lo mismo para un razonar helénico que condenaba todo cambio al ilógico no-ser. Lo que no es, no es. La marginalidad del enigmático Heráclito no se pudo rescatar, y esto de una forma tremenda, hasta el siglo XIX. Pero los “filósofos de la historia” nunca llegaron a ver la Historia como la Ontología misma, sino como campo presto para ser arado por ajeno labrador, labrado por un deus ex machina. Marx acudió al deus ex machina con su énfasis en el desarrollo de las fuerzas productivas, o Hegel y su Lógica; mucho antes los ilustrados se remontaban a la física, al clima, a la naturaleza. La Historia se explicaba desde la no-historia.

Grande fue la deuda, por cierto, de los historicistas alemanes con la Ilustración. La idea de una Razón narrativa que explicara el devenir de un Pueblo, la historia de su espíritu (Volkgeist) no es alemana en su origen. Procede del siglo XVIII francés, un siglo que de forma tópica se considera antihistórico (inhistórico, como traduce García Morente a Spengler). El concepto de Espíritu del Pueblo, ese devenir de cada nación que habría que estudiar, es idea que parte de Voltaire y de Montesquieu, y de ahí llega a los románticos, a Fichte, a Hegel. Después de una especie de “borrachera” idealista y romántica, los historicistas de la segunda mitad del XIX, según nos cuenta Ortega, hicieron degenerar su nuevo continente, y lo redujeron a un cúmulo de mera facticidad, de acumulación de viejos trastos de anticuario y a datos registrados de forma cosificada en un archivo. La curiosidad del “historicista” se rebajó a coleccionismo, a trato de ropavejero para con una mercancía prácticamente inservible a no ser que, como a veces ocurre, la utilidad se reduzca a alimento con el que nutrir la nostalgia. Puede que, en ocasiones la melancolía posea “utilidad”.

La Razón histórica de Ortega, muy por el contrario, interpreta las secuencias narrativas como constitituvas del presente y como orientadoras del porvenir. El hombre, en el ámbito personal tanto como en el colectivo lleva el pretérito y lo actualiza. El hombre, dice Ortega, no posee naturaleza sino que solo es historia. Durante tres siglos, Occidente ha vivido en la ceguera más absoluta, en la unilateralidad de una visión mecánica del mundo, que la química, la electrónica, la biología, etc. han ido sofisticando mas no modificando en lo fundamental. Pretender ver la realidad (histórica) que es lo humano a partir de las categorías del determinismo más o menos corregido de la física-matemática es un desiderátum que ha despistado la comprensión del hombre, como ser histórico, como ser que no es sino devenir y estructura histórica. Y no se piense que abogar por una Razón narrativa o histórica supone renunciar a la estructura, a la causa, al sistema. Ortega defiende que estas instancias cobran toda su plenitud, su fuerza conceptual para alzar un sistema en la Razón histórica, antes que en la razón físico-matemática, siempre tendente a la fragmentación, a la inconmensurabilidad en sus construcciones y hallazgos.

3. Europa mutila su Historia: neobarbarie.

Y he aquí a la vieja Europa, hija de Grecia, hija también de la voluntad fáustica germánica, recostada sobre sus cenizas, bajo una lluvia que no es la lluvia nuclear, pero que es como bombardeo de consumismo y tecnificación, Europa la vieja se ve inmersa en un ambiente de barbarie que ella misma ha potenciado y creado con su unilateralidad tecnológica. Esa Europa, según leemos en La Rebelión de las Masas,[5] no se salvará mientras no florezca en ella una “nueva filosofía”. Una filosofía que será salvadora no por lo que ésta tenga de nueva sino de verdadera.

Vivimos desde las Guerras Mundiales en una era de impostores, en una era de derrota de la misma Europa como idea, como proyecto. Se trata de una verdadera crisis de fe. Se ha perdido la fe: la fe en los dioses es una de las formas en que podemos entender la piedad. El europeo ya no es piadoso y no solo porque siente que los dioses le han abandonado. Clavado a su propia cruz, la cruz de sentirse un “salvador” fracasado que, en su colonización y redención de todas las razas, ahora ve que las ha esclavizado y les ha sembrado resentimiento y también ve que éstas llaman a la puerta de su casa a pedirle cuentas. El europeo está clavado, decimos, a los propios maderos sobre los levantó una sociedad industrial mundial: el europeo ya no es piadoso ni siquiera para con los fundamentos de su mundo creado: la ciencia. La ciencia como tal no deja de ser pensamiento y fundamento, pero en la degeneración ahora vigente, la ciencia es solo recetario para la variación infinita de fruslerías (vide: Baudrillard [6]), hasta el punto que parece como que todo cuanto es fundamental en la civilización tecnológica ya está inventado y tan solo queda imponer y programar obsolescencias, sofisticaciones, bizarras combinaciones, etc.

La civilización tecnológica, de consumo de masas, y de imperio de masas insolentes es la antítesis misma de una civilización filosófica, como lo fue en otros tiempos.

¿Cuánto tiempo durará este sistema insostenible? La única civilización con conciencia histórica, la única que puede ejercer la Razón Histórica para no cosificarse, para construir narraciones rigurosas sobre sí misma y sobre la demás, está a punto de descender a un fondo irrecuperable de barbarie. El bárbaro ascendente es capaz de elevarse en espiritualidad y cultura: ese bárbaro celtogermánico en ascenso por la ayuda Roma, Grecia, la Cristiandad, llegó a ser el europeo. Pero el neobárbaro, el descendido, el envilecido por su propia unilateralidad y por su contacto acrítico con el resto de las culturas, es de muy difícil recuperación. En realidad se trata de una aculturación, de una preparación para su futura esclavitud ante “potencias emergentes”.

El individuo consumista, sin arraigo, la familia “funcional” basada en la pura conveniencia, la banalización de la vida, de la crianza, del lazo esencial con la familia y con la Comunidad orgánica, todo este cúmulo de nuevos hechos y procesos supone la neobarbarie de Europa: la bajada general de nivel, la falta de autoexigencia, el olvido y el rechazo de la Historia.

Nos preguntamos por algo fundamental que, precisamente las ideologías caducas niegan: ¿ya no hay patrias, ya no hay dioses? Al liberal, este género de preguntas le exaspera. Y al socialista, no menos: la cuestión le resulta impertinente y sumamente irritante. Como individuos anclados mentalmente en el siglo XIX, liberales y socialistas sostienen que esos dos principios fundantes de la vida humana, la Patria y el Dios, han de quedar desterrados de todo proyecto, de cualquier adhesión. El fantasma del siglo XIX se pasea por los corredores que llevan directamente al XXI con su inquina acartonada a cuanto ve como vieja superstición. ¡Qué vieja parece ya esa inquina contra la “vieja superstición”! Pero ese fantasma de otra época es, él mismo, una proyección: el fantasma ilustrado es el objeto de su propia superstición, él, el fantasma doctrinario que – dotado del andamiaje de la economía política- quería hacer de Europa y del Mundo un gran Mercado –en versión liberal- o una Gran Comunidad de Productores asociados, en versión socialista o comunista.

El Estado liberal y el Estado socialista –llevando al extremo sus presupuestos- no se asientan sobre Patrias, no necesita reconocer naciones ni cosa alguna que trascienda al Estado mismo. No reconoce esos fines que le trascienden -lo divino, el sino colectivo, la salvación, etc.- y como objetos que le trascienden deben ser fagocitados en el consumo privado de la conciencia, o desterrados por completo. El liberalismo y el socialismo son ideologías, esto es, pura inmanencia de la máquina política.

Realmente, como ideologías, el liberalismo y el socialismo, comprendiendo en su seno las más diversas variedades a la carta, ponen en la cumbre de sus aspiraciones una Humanidad abstracta, que no es más que la proyección del individualismo burgués que comparten. Son ideologías procedentes de la mentalidad burguesa que comienza en el Renacimiento y alcanza su apoteosis totalitaria en el siglo XIX. El individuo aislado de la familia, la tribu, el clan, la patria, la profesión, la comunidad es, como tal, una abstracción, pero si en un paso más de formalismo abstracto le retiramos a ese individuo su rostro, su piel, su sexo, su edad, su lengua, su fe… tenemos la Humanidad, una suerte de superhombre vacío, sin cuerpo, un ente por el que habría que sacrificarlo todo. El liberalismo, que partió de un Estado natural y entiende el Estado civil como mero instrumento y mal menor ante un mercado autorregulado de manera utópica. El socialismo, que arrancó del Estado de naturaleza que supone, en resumida cuenta, la lucha de clases bajo la anarquía capitalista, y restaurará –de manera utópica, una sociedad internacional de productores asociados… Dos grandes columnas ideológicas de nuestro tiempo que comparten su enfoque negador, en última instancia, e instrumentalizador, en primera moción, de la Patria. “El dinero no huele”, afirma el liberal, pues en efecto no tiene patria. Y el “Proletario no tiene patria”, afirma el internacionalista de izquierdas, de raíz marxista. Como escribe De Benoist:

Liberalismo y socialismo tienden a la desaparición de las identidades colectivas intermedias entre el individuo y la humanidad. Provocan tanto la una como la otra el desmoronamiento de la noción de patria. Por ello, contribuyen en mayor medida que otras ideologías a borrar la distinción entre la guerra exterior y la guerra civil: si ya no hay más que pueblos, sino únicamente la “humanidad”, todas las formas de enfrentamiento dependen de la guerra civil”. [7]

4. Europa: la Nación

Queremos ir de la mano de José Ortega y Gasset durante unos minutos, seguirle durante unos párrafos que, a tenor de los acontecimientos europeos que nos agitan desde –poco más o menos 2007, pero quizá desde 1945. El “europeísmo” de José Ortega es de una índole muy peculiar y el “-ismo” que colocamos al final de la raíz, contradice su filosofía. Otro tanto hay que decir respecto a su filosofía de la Nación. Es Ortega un filósofo nacional, y sonroja calificarle de “nacionalista” pues fue explícito en su condena de los “-ismos”, esto es, de las polarizaciones que se practican, desde mentes obtusas y parcialmente ciegas, de determinadas ideas. Es grave peligro para el filósofo, para el intelectual riguroso, derivar desde las ideas hasta las ideologías. Por ello, hay en la filosofía de Ortega un compromiso y una comprensión de lo nacional, más que un nacionalismo, y esto mismo queremos exponer.

Hay una breve obra orteguiana, su “Meditación de Europa”, que juntamente con otros escritos menores, anda perdida entre su ingente producción[8], y que me provoca inquietud y anhelo, y poco más se puede exigir a unas páginas filosóficas: que provoquen inquietud y anhelo, esto es, que sirvan de aguijón socrático al lector. Proceden de una conferencia dada ante alemanes, unos alemanes que, al decir del propio Ortega, aceptaban en la posguerra su derrota y concienzuda y tranquilamente (esa tranquilidad teutónica que le falta al latino) se componían para rehacer su nación tras el desastre  de 1939-1945.

Me parece que aquellos alemanes derrotados, pero tenaces reconstructores de su nación, recibían con calidez y anhelo las reflexiones de Ortega, pues sobre naciones y nacionalismos, el madrileño pensador tenía mucho que decirles. De manera especial, como filósofo de la Cultura, como pensador de la Nación y la Ultra-nación que es Europa, Ortega llega –junto con Spengler- a las cimas del intelecto del siglo XX. Estos dos hombres, uno español y otro alemán, fueron (no será casualidad, acaso) los mejores pensadores de Europa y sobre Europa. La razón quizá estriba en su distancia explícita con respecto de las ideologías anti-nacionales por excelencia: la liberal y la socialista. Estas dos ideologías, que cegaron al hombre de occidente por espacio de dos siglos, si son contempladas como “productos” culturales y mentales, no dejan de ser obras europeas aunque sus fines se proyecten sobre un cielo soñado, el del fin de la Historia (que es como decir, el fin de Europa). Un Estado de Naturaleza donde productores, particulares o colectivizados (ahí sería de donde Locke y Marx surgen de una misma cuna) habría de significar, para las dos ideologías, el fin de la Historia y el trascender de toda vida nacional. Toda la Historia de las sociedades políticas sería la Historia de un Retorno a la Naturaleza. El Gran Mercado, la Gran Comunidad productora… pero la Nación, sobre los raíles de la economía política, ha de desaparecer. El capitalismo y el comunismo guardan, como axiomas, la muerte de la Nación. Esta ideologías nada más quieren noticias sobe los Estados, como unidades positivas, facticias, como entidades que a la postre fenecerán a favor de un ideal cosmopolita.

Pero la razón histórica, nos dice Ortega, nos disuelve constantemente la ilusión de esos Estados positivos, de ese conjunto de “naciones-estado” supuestamente canónicas en que se habría de componer una Europa sin centro, una Europa mosaico. El espejismo de la Modernidad ha de desaparecer. La razón histórica nos impone una visión de profundidad, en relieve, frente a la razón abstracta, “moderna”, burguesa. Hay profundidad, hay una vis a tergo, unas constantes ocultas que no por ocultas dejan de actuar y de determinar una esencia. Para mostrar esto, nada mejor que observar a nuestros más directos predecesores: el hombre antiguo, grecorromano, y el hombre gótico, medieval. En algún sentido razonable, ellos ya no son nosotros, pero también cabe decir con sensatez que ellos “ya eran” nosotros y que hay una precedencia: de ellos procede el hombre europeo occidental y a ellos se les debe mucho de cuanto nosotros somos.

5. Precedentes del Hombre Europeo.

5.1.El hombre antiguo.

Veamos al griego, principalmente. Dice Ortega que hay una espalda y una vista al frente en este tipo de hombre. A su espalda, el helenismo: lo más parecido a nuestra nación, el ethnos (pero embrionario e inconsciente, “inercial”, dice Ortega). Todo griego llevaba a sus espaldas esa condición, esa comunidad de raza, idioma, mito, rito, esa comunidad de usos, que es como orteguianamente podemos denominar sociedad o cultura. Pero, llevándolo consigo de manera inercial (inerte, sin vis movilizadora), el griego antiguo apenas lo veía, salía de su consciencia, apenas lo veía con el rabillo de los ojos ante situaciones como la amenaza persa, o los Juegos panhelénicos. Frente a sí, el hombre antiguo no veía más que su Polis: la asociación formal de ciudadanos, el “programa” de una vida en común acorde con el nomos. El hombre griego es un ser de realidad dúplice: hacia atrás, es un heleno, aunque no existe todavía una nación helénica, si existe un fondo común del que procedían jonios, dorios, etc. Y delante ¿qué veía el griego? Veía el presente, a lo sumo un futuro a corto plazo; la Polis, esa asociación, que no sociedad. Todavía hoy, el liberal y el socialista, el jacobino, todo formalista de la cultura urbana forman estirpes de hombres educados para comprender un nomos de la asociación política, contractual. Todo lo politizan, todo en ellos es “asunto de Estado” y se sienten incapacidades de comprender lo que trasciende ese nomos, este marco legalista del estado. La comunidad orgánica originaria, las lenguas maternas, los usos no escritos, cuanto hay de vida y de historia milenaria como fundamento del derecho consuetudinario… todo eso no lo ven. El hombre griego, y también el romano en cuanto que su Imperium era, en el fondo, la enorme hinchazón de una Polis, se parece al hombre de nuestro tiempo y de nuestro occidente cuando razona y legisla bajo unos legalismos y unos cauces que son, en el fondo, los que todavía manoseamos hoy como legado suyo. Por eso todo escolasticismo y todo esquema formalista y verbal de comprensión de la asociación, que no la vida social, nos resulta tan familiar.

Pero he aquí que entre el antiguo y el europeo se encuentra el hombre gótico. De él procedemos también nosotros, y en él hay una duplicidad.

5.2. El hombre gótico.[9]

El hombre de la Edad Media, según decía Oswald Spengler, aparece en los espesos bosques, en la Centroeuropa habitada por esa miríada de pueblos celtogermánicos que ya se encontraban más o menos cristianizados allá por el año 1.000. No obstante, el tiempo y el lugar donde aconteció ese nacimiento yo lo desplazaría un tanto atrás. En la periferia norteña de una Hispania goda y romana recién invadida por tropas africanas, bereberes comandados por los árabes, y con no pocos colaboracionistas godos y judíos, fue donde los pueblos cantábricos (astures y cántabros) se levantan en armas contra tan magnífica fuerza, y acogiendo en su seno a unos refugiados godos irredentos, alzan un parapeto ante el vendaval orientalizador. El espíritu de la “Reconquista”, cuyo recuerdo quiere enterrarse hoy por bajo de tantas necedades sobre la “alianza de civilizaciones” supuso, factualmente, no la restauración de la Monarquía de Toledo sino el alzamiento de una nueva nación y un baluarte entre África y Europa. El Islam, como enemigo, como alteridad, hizo al Hombre Gótico: le hizo consciente de su especificidad, de su contextura distinta de la del Hombre antiguo y del oriental. El Islam fue detenido por los astures y los cántabros (acaso dos denominaciones para un mismo ethnos), y sólo después por los francos. Todo pueblo y toda nación debe cobrar conciencia de sí chocando con otros pueblos, y el choque más habitual es con las armas.

Pues bien, Ortega nos explica que el Hombre Gótico, de quien Spengler hace también repetidas referencias, vive como en dos estratos. Es la suya una existencia doble. Por un lado, en su bárbaro existir, los pueblos germánicos comparten el fondo común de sus instituciones, dioses, lenguas. En tiempos muy remotos, celtas, germanos, latinos, helenos, eslavos, compartían un mismo fondo. Sus asentamientos geográficos, sus adaptaciones ecológicas divergentes, sus respectivas experiencias particulares, el contorno de sus vecinos, los diversos influjos recibidos… todo esto puede explicar la posterior diferenciación.

En el caso que más nos concierne, la historia de la civilización de Europa, y más cerca, de la Península Ibérica, nos situamos en la presencia y aun convergencia étnica, en el más preciso sentido, de pueblos de tronco común, y esa copresencia nos permite entrever el nacimiento del Hombre Gótico. El Reino de Asturias como creación originaria, celtogermánica, puede interpretarse como resultado de la lucha entre dos almas, entendiendo por alma una entidad colectiva al estilo spengleriano: el alma del hispanogodo asentado en el Mediterráneo, en la urbe de la romanidad tardía, es ya un alma cansada. Su espiritualidad “cueviforme”, “mágica”, ya consistía en formarse como esponja en medio de rígidas pseudomorfosis, dispuesta a acoger a un Islam pujante: el brío guerrero y el ardor juvenil de la nueva raza invasora (brío de una fe deficiente, por lo bárbara y reciente) lo aportó el contingente árabe y berebere que penetró la Península. La vieja cultura (superior infinitamente, pero cansada) hispanogoda, espiritualmente árabe desde hacía tiempo, cambió de amos en el sur y en el Levante. Pero el tercio norte peninsular, también “romanizado” en un plano supremo conoció como un “despertar” de sus instintos indoeuropeos más profundos. Fueron las montañas astures una verdadera matriz de pueblos, y allí confluyeron una serie de etnicidades que el fuego de Roma había eclipsado de manera momentánea. El hombre Gótico resultante de la revuelta astur, es ya idéntico en todo, desde Finisterre hasta el Báltico, desde el Duero como orilla recuperada, hasta Escandinavia. No tanto la comunidad de sangre, hecho innegable pero puramente físico, como el rasgo fundamental de su alma les une a todos: un afán infinito de conquista. La fiereza de las cabalgadas de los grandes reyes astures (Alfonso I, II y III, Ramiro I) que, tras Pelayo, fundaron un Estado en dos “pisos” según la concepción orteguiana, es acaso comparable a otras gestas puramente fáusticas: las conquistas vikingas, las cruzadas, las órdenes teutónicas, la conquista de América.

Y el alma que, como realidad enteramente nueva, que se alzaba en dos planos ¿cómo era?

Claramente la lejana y al tiempo actual presencia de Roma era parte constitutiva. En una Edad Media que a nadie se le oculta como edad de hierro y de fiera crudeza, un alma de guerrero y de santo, y también de abnegado campesino que, a veces, no dejaba de ser guerrero para poderse defender del ataque mahometano o normando, era también un alma que aspiraba –al menos en una elite significativa- a aquel mundo supremo que en su subconsciente representaba Roma y su Imperium. La sencilla corte de Cangas de Onís, como después la de Oviedo, la de León o, en entre los francos, la de Aquisgrán, no dejaba de tener presente el fondo común, eclipsado pero no desaparecido, de una romanidad siempre deseada y respetada, una especie de cielo sito en el pasado. Ortega acierta a describir al Hombre Gótico: no es un bárbaro domesticado apenas de manera parcial por un romanismo perdido, decadente. Antes al contrario, el Hombre Gótico es un tipo de hombre nuevo, una mutación que no se reconoce ni se asimila al romano o al bárbaro que invadió los dominios latinos a partir del siglo V. Es la mixtura anímica de lo romano y lo germano la que dará lugar a ese “enjambre” étnico que en el Medievo florecerá como Cultura Europea.

Los siglos transcurridos a partir de aquella Cultura del Medievo, la cultura fresca germanolatina que después conoceremos como Cultura Europea, nos han ido introduciendo en diversos bancos de niebla, en espesos cortinajes de humo y en vapores de toxicidad varia, y ahora el cerebro y los ojos del europeo se ven muy dañados, no ejercen sus funciones de manera correcta. El propio esquema Edad antigua-Edad media-Edad moderna, que con energía desafiara Oswald Spengler en La Decadencia de Occidente, es una de las causas de nuestra ceguera histórica. En la Edad media se gestaron algunas de las grandes cosas que el hombre de Occidente ha logrado, en franca ventaja respecto al de Oriente. La consideración amigable y el respeto admirado e igualitario hacia la mujer fue fruto del espíritu caballeresco. Todo “romanticismo” nace de aquí, y no ya sólo como regusto literario, como actitud estética: el romanticismo como aplicación del “amor” a la compañera. El bárbaro sólo conoce ayuntamiento carnal o matrimonio “político”. El caballero cristiano ama a la compañera. Junto con el amor, en el sentido elevado y “caballeresco”, la cristiandad medieval nos legó la Propiedad. En este sentido hay que reconocer que la línea de los pensadores románticos y conservadores (Burke, Müller) fue la que pudo comprender, verdaderamente, los valores de la Edad Media. Todo lo contrario del cosmopolitismo ilustrado y revolucionario. La Tierra, nunca una mercancía, es a título individual, familiar y societario un punto de encuentro entre contemporáneos y coterráneos (Adam Müller)[10], no puede ser nunca una mercancía. En la Tierra se vuelca el trabajo del hombre, es consustancial con el hombre como persona. El Medievo nos libró de la cosificación de la tierra, cosificación a la que ahora, bajo el dictado del capitalismo más aberrante, estamos regresando. Muchos otros logros en el orden del Derecho (personal y corporativo) nos llegan desde aquellos siglos, supuestamente “oscuros”: toda una red de defensas ante el poder omnímodo del Estado, la existencia de una doble concepción del poder y la autoridad: democrático y participativo en la base local y corporativa de la pirámide social, jerarquizado y concentrado en la cúspide de las grandes decisiones globales.

6. Restauración de la Comunidad Orgánica. La Razón Histórica mira hacia el futuro.

Pero no es esta ocasión para una defensa de la Edad media, empresa por lo demás impopular y estéril a un mismo tiempo. Estéril porque todo momento pasado, ya ha pasado, como con claridad de Perogrullo nos recuerda Ortega. La Historia es siempre un torrente hacia delante, siempre es avance contínuo hacia lo por-venir. Trazar épocas (epoché, “corte”) en nuestra retrospección es ya hacer ensayo interpretativo, es hermenéutica que sólo pude servirnos para la orientación en el presente y para dar luz en lo que está por-venir. Pero, además de hacer cortes que orienten adecuadamente y nos hagan escrutar el sino, al filósofo (o al historiador “analítico”, como dice Ortega) le conviene “destripar” los hechos fundamentales, allende la hojarasca de los detalles y las anécdotas, someter a disección anatómica la época, el corte seleccionado. Y bien, de la historia analítica de Europa podría sacarse la conclusión meridiana siguiente: a la llegada de la Revolución de 1789, en plena crisis de “crecimiento” de la Cultura Europea, se inicia desde la cumbre de sus logros (la idea de un “Derecho Natural” de la persona, la Razón, el Progreso, la Igualdad, la Libertad Civil…) un descenso, que es un descenso histórico o declive. La Decadencia (Untergang) de que nos habló Spengler es, en Ortega, más bien, declive de la conciencia histórica del hombre europeo, neobarbarie de las masas.

Los sistemas educativos aberrantes, verdaderas incubadoras de indolentes y consumidores bárbaros, no hacen otra cosa que fetalizar (persistencia de caracteres juveniles propios de una etapa salvaje), o incluso reducir a la vida vegetativa a adolescentes y adultos (en el sentido biológico) que, en otras épocas, ya se habrían incorporado plenamente a la vida plena (la milicia, el trabajo, la aventura). Ni siquiera se trata de una infantilización: el niño es creador de mundos fantásticos, el niño es juego y apertura a la vida (el niño es plenariamente humano a su edad: es Humanidad misma). Hay que hablar de fetalización, de sustitución de los vientres maternos por engranajes estatalistas que “tutelan” a individuos que ya no son niños y no quieren ser, tampoco, hombres ni mujeres. En España, las tropelías de la famosa L.O.G.S.E. (1991) esa ley educativa que consagró la bajada definitiva (como todo cuanto podemos llamar “definitivo” en Historia, esto es, a escala de siglos) del nivel de exigencia a que un pueblo se somete a sí mismo. Las sucesivas leyes de educación no han rectificado ni paliado los efectos desastrosos que sobre el intelecto de las masas ésta L.O.G.S.E. ha provocado. La transferencia de responsabilidad en la crianza, la tutela, la supervisión y –en definitiva- la Educación que las familias degradadas de nuestros días han realizado en beneficio de la acción del Estado, ha sido devuelta con un Estado intervencionista pero abstracto, ideologizador (la Asignatura de “Educación para la Ciudadanía” y la merma progresiva de contenidos filosóficos en la Enseñanza Media es prueba de ello), y sumamente ineficaz en la realización de sus propósitos. Hay que darle al César lo que es del Cesar, pero hay que impedir que su Imperium se extienda a las Instituciones y ámbitos intermedios entre el individuo y el aparato estatal. En este contexto, una relectura de la obra de José Ortega y Gasset no puede ser más inspiradora para relanzar un proyecto ambicioso de contención de le Decadencia, un proyecto que socialice a los pueblos, un afán de restaurar

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P. Y. Rougeyron: les nouveaux visages de l'impérialisme


Pierre Yves Rougeyron:

Les nouveaux visages de l'impérialisme

par webtele-libre

 

Pierre-Yves Rougeyron dirige le Cercle Aristote

Voir: http://www.cerclearistote.com

lundi, 10 novembre 2014

Elementos 84: Julien Freund

ELEMENTOS Nº 84.

JULIEN FREUND: LO POLÍTICO EN ESENCIA

 
 
 
 
 
Sumario
 
Julien Freund: una introducción, por Juan Carlos Corbetta
 
Julien Freund, un politique para nuestro tiempo, por Jerónimo Molina
 
 
 
Evocación de Julien Freund, por Günter Maschke
 
Julien Freund, por Dalmacio Negro Pavón
 
Conflicto, política y polemología en el pensamiento de Julien Freund, por Jerónimo Molina
 
Julien Freund, analista político: contextos y perspectivas de interpretación, por Juan C. Valderrama Abenza
 
Lo público y la libertad en el pensamiento de Julien Freund, por Cristián Rojas González
 
El realismo político. A propósito de La esencia de lo político, de Julien Freund, por Felipe Giménez Pérez
 
Julien Freund. Del Realismo Político al Maquiavelismo, por Jerónimo Molina
 
Situación polémica y terceros en Schmitt y Freund, por Jorge Giralda Ramírez
 
Orden y situación política en Julien Freund, por Juan C. Valderrama Abenza
 
Las nociones de mando y obediencia en la teoría política de Julien Freund, por Jerónimo Molina
 
Julien  Freund: la paz como medio de la política, por José Romero Serrano
 
Julien Freund: entre liberalismo y conservadurismo, por Sébastien de la Touanne

Pierre le Vigan sur l'effacement du politique


Pierre le Vigan sur l'effacement du politique

par webtele-libre

dimanche, 09 novembre 2014

La révolution militaire et la naissance de la modernité

Laurent Henninger :

La révolution militaire et la naissance de la modernité

par webtele-libre

jeudi, 06 novembre 2014

Comunidad y ciudadanía: dos modelos de sociedad antagónicos

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Comunidad y ciudadanía: dos modelos de sociedad antagónicos

Ex: http://agnosis2.blogspot.com.es

 
Retomamos la comparativa entre la sociedad tradicional y la sociedad moderna abordando uno de los conceptos fundamentales de la moderna sociedad liberal y de su retórica: el concepto de ciudadanía.

Creemos convenientes estas aclaraciones dado que la post-modernidad nos presenta con frecuencia creciente la consideración de 'ciudadano' como la conquista de una condición privilegiada, que nunca antes ningún hombre disfrutó. Un discurso muy propio del progresismo -y las izquierdas-, donde se nos trata de convencer de que los hombres hemos dejado de ser súbditos y vasallos para llegar a ser ciudadanos que deciden libremente y que ahora, una vez conquistada esta privilegiada posición somos agentes activos de la sociedad. Un verdadero progreso. Pero tras toda esta bella retórica se esconde una realidad que pocas veces es puesta de manifiesto.
Para empezar la propia palabra -ciudadanía, ciudadano- posee connotaciones bastante oscuras. Etimológicamente se refiere indudablemente al habitante de la ciudad, lo cual es ya de por sí una declaración de intenciones, pues es éste el que tiene 'derechos' y el que es tomado como referencia para toda la sociedad, él es el sujeto a tener en cuenta, el civilizado,: Los otros -los no-habitantes de la ciudad- son entonces los bárbaros, y pasan a ser miembros de segunda de su sociedad, no son ellos los que han de tomar las decisiones. Esta visión no dista mucho de las concepciones esencialistas que caracterizaban las sociedades antiguas greco-latinas donde había unos códigos muy estrictos que estipulaban la pertenencia al clan, la casta o la polis así como el derecho a participar en la toma de decisiones.  
 
En el fondo, y aunque sea de forma implícita, el uso de esta palabra nos indica que es el habitante de la ciudad -y no ningún otro- quien es considerado normal y central en esta sociedad, siendo los demás casos más o menos anormales, o excepcionales, periféricos y exóticos, causa por la que deben ser re-convertidos en ciudadanos. Por su propio bien, habría que decir. 
 
Ya hemos comentado en otro lugar (ver aquí) cómo la modernidad desde su mismo origen ha provocado y alimentado el conflicto entre campo y ciudad, conflicto que en algunos momentos ha tomado dimensiones verdaderamente dramáticas, como aquel que condujo al primer genocidio moderno en los años que siguieron a la revolución francesa y que recayó sobre los contra-revolucionarios, aunque desgraciadamente se podrían citar muchos más casos [1]. No es exagerado decir que la modernidad fue una corriente que nació y se desarrollo en las grandes urbes, que fueron sus focos de propagación, propagación que el campo, es decir el mundo rural, siempre vio -hasta fechas muy recientes- con desconfianza. 
 
Por lo tanto nos encontramos ante un caso evidente de uso colonial del lenguaje, estamos frente a un término empleado para excluir una parte de la sociedad de la normalidad/centralidad de la misma a fin de imponerse sobre ella por el método de menospreciarla. Advertimos entonces que se trata de una palabra profundamente contaminada por una ideología socio-política muy determinada -la modernista y capitalista, de carácter marcademente urbanita y colonialista- y en absoluto neutra. Esto nos debe hacer desconfiar ante el uso generalizado que está tomando este término y nos debe hacer pensar si no es más bien una campaña -otra más- de propaganda. 
 
***
Avancemos en nuestro análisis de lo que es la ciudadanía. De Sousa define comunidad y ciudadanía como dos espacios sociales o 'estructuras de acción' diferentes de entre los seis en que según él, se desarrolla toda la vida del hombre en las sociedades capitalistas [2]. Esto significa en primer lugar que no todas las sociedades han dispuesto los mismos espacios y estructuras de acción y convivencia, de hecho la ciudadanía es en gran medida una elaboración -¿una invención?- de las sociedades capitalistas. 

Además De Sousa advierte que ambos espacios obedecen a lógicas diferentes y en cierto sentido opuestas. Veamos porqué. 


Para empezar las relaciones en la comunidad son de índole horizontal y se basan en la reciprocidad, sin embargo las relaciones que se establecen en el modelo de ciudadanía son de marcado corte vertical y se basan en una serie de 'derechos y deberes' que el mismo ciudadano no decide, sino que le vienen impuestos desde fuerzas externas y por completo ajenas a su control. En palabras de De Sousa:
mientras que la dinámica del espacio de la ciudadanía está organizada por la obligación política vertical (Estado/ciudadano), la dinámica del espacio comunidad se organiza casi siempre a partir de obligaciones políticas horizontales (ciudadano/ciudadano, familia/familia, etc.)

Además, añade, el espacio de ciudadanía se basa "en el poder coercitivo del Estado". [3] 


Así mientras el modelo clásico de relación en la comunidad es la negociación, el modelo normativo de relación en la ciudadanía es la obediencia -por no decir el sometimiento- pues con el Estado nada se puede negociar. Es una relación profundamente asimétrica dado que el ciudadano no trata con 'personas' sino con el ente estatal mismo. 
 

Por otra parte ambos modelos de articulación de la relación individuo-sociedad son generados desde campos sociales distintos lo cual explica no solo su asimetría sino también su incompatibilidad en la práctica. La comunidad emerge del pueblo, que a su vez se sostiene sobre el par familia-territorio. Dado que surge de las relaciones establecidas de forma más o menos libre entre las personas, aparece por tanto impulsada desde una sub-estructura convivencial. [4]


La ciudadanía sin embargo  procede de un poder superior, la super-estructura estatal que establece e impone a los individuos el modo y las condiciones en que se debe tratar con semejante poder, que no son en absoluto intuitivos o naturales. El espacio de la ciudadanía es una extensión evidente del estado. Una vez más encontramos que el triunfo del paradigma moderno es ante todo la hegemonía de la racionalidad exclusivista frente a cualquier otro tipo de sentir o de ser. Lo representamos gráficamente a continuación:





Si el motor impulsor de la formación de la comunidad es la articulación familia-territorio, relación que requiere de ajustes y adaptaciones constantes, las fuerzas que impulsan y conforman al estado moderno son las del par capital-Mercado, el cual requiere de no menos adaptaciones constantes a las circunstancias siempre cambiantes del mercado. Así vemos gráficamente cómo el estado suplanta a la familia como estructura de socialización, de coerción y también de apoyo del individuo. Asimismo percibimos que el territorio, en el que antes se basaba la identidad, es sustituido por el mercado como base material y contexto sobre el que se desarrollan el estado, el espacio de producción-trabajo y en definitiva la vida misma de los individuos. En ambos casos asistimos a como una realidad material y concreta es sustituida por entes abstractos, y lo que es más importante, entes que obedecen a lógicas propias, ajenas por entero al individuo y en las que éste no puede de ninguna manera intervenir. Paradójicamente se pretende hacernos creer que entrar a formar parte de semejantes dinámicas verticales y alienantes supone un aumento de nuestra libertad y nuestra capacidad decisoria...

Además las relaciones de ciudadanía -ciudadano/Estado- están absolutamente mediadas bajo códigos no escritos cada vez más estrictos, severos y detallados; en el espacio ciudadano no se trata con personas sino con roles, pues en el estado moderno todas las relaciones se basan en la representación de un rol por parte del individuo. Nadie es ya él mismo sin más, sino que es el papel (el rol) que en ese momento le toca desempeñar en su lugar dentro del organigrama estructural estatal. 

Esto nos hace reparar en un nuevo factor, el emocional, muy poco tenido en cuenta en general, aunque es primordial en la generación y mantenimiento de lazos en el espacio de la comunidad. Sin embargo el Estado hace gala de una extremada racionalidad funcionalista -como corresponde al paradigma moderno, tal y como hemos dicho ya en otras ocasiones-, no hay por tanto lugar para las emociones en el trato con él. El Estado aplica sus 'lógicas', y todo el mundo sabe que no hay lugar para la solidaridad o la piedad en la administración. Este y no otro es el privilegiado modelo social de la ciudadanía, otro avance que según nos dicen los profetas del progresismo hay que celebrar...


Evidentemente esto provocaba desajustes, sobre todo entre poblaciones que se habían criado y socializado en espacios comunitarios, pues la adaptación al funcionalismo pragmatista no es fácil. A lo largo del siglo XX fue mucha la gente a la que costó reconvertirse en ciudadano y adaptarse al modo de ser  propio de la modernidad, tan funcional como impersonal e insolidario. 'La ciudad no es para mi', frase popular que describe el sentimiento de desorientación y desarraigo que han sentido las generaciones de hombres y mujeres que sufrieron el inmenso éxodo rural impulsado por la modernidad. Estos desajustes personales no preocupaban mucho al poder estatal. Pero entre todos los desajustes que el modelo de ciudadanía originaba sí había uno que preocupaba enormemente al poder estatal: la escasa lealtad que se establecía con un modelo -el de ciudadanía- que era percibido como impuesto y que no ponía en juego ninguna carga emocional en los individuos, y cuando la ponía en juego era para hacerle sentir miedo, desamparo o indignación. 


Por esta razón, hasta ahora, los estados-nación clásicos pretendían desarrollar cierta ilusión comunitaria e identitaria (himnos, banderas, patriotismos varios, etc.) recurriendo al sustrato emocional, precisamente para generar esa identificación y lealtad de los individuos con el Estado. Digámoslo claramente: el estado burgués-económico se construía con mejor o peor suerte, de manera más o menos burda, una nación que dotara de la ilusión de unidad y sentido a su ciudadanía recién creada. 


Pero esto ha cambiado en las últimas décadas pues, con el desarrollo de las fases más recientes del capitalismo, los estados post-modernos ya no buscan la lealtad ni la identificación de sus ciudadanos con el proyecto estatal-capitalista, y no la buscan porque no la requieren: su poder es tal que les basta con la simple coerción económico-administrativa. 


Para el desempeño conveniente de dicha coerción económico-administrativa el Estado moderno ha desarrollado un aparato de vigilancia y control que ningún imperio o estado totalitario tuvo ni soñó tener jamás: la burocracia. La burocracia -que es literalmente el 'poder de la oficina'- para ser realmente efectiva ha de apoyarse fundamentalmente en un asombroso despliegue tecnológico, que en los 'estados centrales' del capitalismo es a estas alturas mayor que el que ningún servicio de inteligencia haya tenido nunca a su disposición. Al lado de semejante maquinaria "democrática" los métodos de vigilancia y coerción estalinistas, de puro burdos y groseros, casi mueven a risa. Este solo hecho inaudito, el poder increíble que ha desarrollado al burocracia del ente estatal, debería borrar tanto espejismo progresista y desmentir por sí mismo, sin necesidad de más razonamientos, todas las ilusiones acerca de la libertad ilimitada del hombre occidental, es decir del ciudadano. El ciudadano es, ante todo, un ente vigilado, amenazado, constreñido, perseguido y molido en su interior por el ente estatal. 

La misma burocracia es, por otra parte, un complejo método diseñado para segregar al ciudadano del resto de la sociedad así como del Estado mismo, situándole en una posición permanente de inferioridad. Es decir, la burocracia estatal es un modo de imposición y de exclusión a la vez, una máquina brutal de administrar poder carente de cualquier sentimiento o emoción. Dado que sostenemos en estas páginas que el hiper-racionalismo excluyente está en el núcleo del paradigma moderno, algo que ha venido pasando desapercibido en general, y que una de sus características más propias es la obsesión por el control -para no dejar espacios de disidencia o simplemente diversidad- creemos que el modelo de Estado-ciudadano, cuya praxis se desarrolla a través del par tecnocracia-burocracia, es probablemente el modelo de sociedad que mejor implementa el paradigma de la modernidad. 

Es decir, el ciudadano post-moderno obedece, no por amor o lealtad a la patria, a la tierra, a la familia o a cualquier otro ente -simbólico o real, más o menos ridículo o respetable- sino ante todo por miedo. Esta diferencia entre ciudadanía comunidad también debe ser puesta de manifiesto. En la comunidad hay una red de lealtades y compromisos impensables en la ciudadanía que se caracteriza ante todo por su insolidaridad para con los iguales. En la ciudadanía todo compromiso, toda obligación, toda lealtad, es exclusivamente vertical.  


Y aquí resulta especialmente llamativo que se ponga tanto énfasis en la existencia de desigualdades en las relaciones horizontales -por ejemplo de género- y no se haga jamás alusión a algo tan obvio como la enorme desigualdad de poder que se establece entre los dos lados de la ventanilla administrativa... Esto también dice mucho de quién alimenta estos debates por la igualdad y con qué fines.

***

Como vemos, el ciudadano no resulta ser definido por unos supuestos 'derechos', ni por detentar poder decisorio alguno o soberanías vagas, ni por el dudoso privilegio de votar en una urna... sino por el primero y más fundamental de todos sus 'deberes': pagar impuestos, contribuir al estado. ¿No es esto ser un súbdito? A quien paga impuestos el estado le otorga toda una serie de dádivas y derechos. Este es el hecho diferencial, aquel ante el cual el estado nos toma en consideración. 
 
En efecto, llega a ser ciudadano aquel que establece esta especial relación con el Estado, y es así hasta tal punto que puede decirse que aquellos de los que el estado no demanda nada están en la práctica excluídos socialmente. Máxime cuando, como vemos claramente en el orden liberal actual, los 'derechos' del ciudadano no son ni irrevocables ni inalienables, pues le son otorgados por su cualidad de trabajador y contribuyente. Hasta el punto que si se deja de serlo esos mismos derechos le pueden ser conculcados y retrocedidos: los 'derechos' de la sociedad liberal no son por tanto esenciales.

Ciudadanía y comunidad son por tanto realidades sociales que se oponen entre sí y, dado que responden a fuerzas contrarias y excluyentes -el poder estatal y el poder popular-, el incremento de una es forzosamente el debilitamiento de la otra. Así ha sido siempre en la historia y no puede ser de otro modo. Es por esta razón que no es de extrañar que sea en los países centrales del capitalismo, en los que el Estado está más hipertrofiado, aquellos en los que se carece por completo de comunidad o de estructuras horizontales de convivencia o intercambio de cualquier tipo, mientras en los países periféricos, cuyos estados se han desarrollado más deficientemente sigue existiendo un tejido comunitario más o menos fuerte según los casos.

No ver que ésta es la auténtica realidad que subyace al bello discurso de ciudadanos y ciudadanas, de la ciudadanía moderna como privilegio, progreso y conquista, es ser víctima de un grave engaño. La ciudadanía como modelo convivencial y relacional sumamente artificial va dirigida a destruir la comunidad como el entorno relacional natural de la vida humana y a aislar al individuo, para que quede desprotegido y a merced de Estado y Mercado.

Por tanto la conclusión es muy clara a la vez que inquietante: hay intereses muy determinados que impelen a que la ciudadanía se desarrolle como modelo relacional único y exclusivo de la sociedad capitalista y de este modo todo el poder se sitúe en torno a la estructura burocrático-estatal, a costa de toda otra forma de relación que -como la comunidad o la familia- podrían impedir el monopolio de la gestión de la vida del individuo por parte del estado.


Tal conclusión debe además ponernos en guardia ante todos aquellos que nos invitan con una sonrisa a convertirnos en ciudadanos libres y participativos, y que, haciendo uso de discursos llenos de falso optimismo, buenismo y progresismo, pretenden extender la red del globalismo estatalista y que celebremos como una conquista y un progreso tal orden de cosas.  



[1] Así por ejemplo los años '30 y '40 en España, donde primero la República y luego la dictadura sometieron al mundo rural a una represión continuada sin precedentes.

[2] Los seis espacios definidos por De Sousa son: familia, trabajo, comunidad, mercado, ciudadanía y el 'espacio mundial'. Para más información: De Sousa Santos. Crítica de la Razón Indolente. Contra el desperdicio de la experiencia, Parte III, Cap. V. 
[3] De Sousa Santos. íbid.
[4] Puede apreciarse aquí el importante papel estratégico que tiene la deslocalización a todos los niveles en vista a la desestructuración programada de las comunidades.

mercredi, 05 novembre 2014

Clowns violents, McCarthy, télé-réalité : de la société du spectacle à la société du cirque

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De la société du spectacle à la société du cirque...

Ex: http://metapoinfos.hautetfort.com

Nous reproduisons ci-dessous un entretien avec Jean-Pierre Le Goff, cueilli sur le site du Figaro  et consacré aux pathologies de notre société...

Jean-Pierre Le Goff est sociologue et a publié de nombreux essais, dont La gauche à l'épreuve 1968 - 2011 (Tempus, 2012) et La fin du village (Gallimard, 2012).

Clowns violents, McCarthy, télé-réalité : de la société du spectacle à la société du cirque

FIGAROVOX: Comment expliquez-vous les agressions menées par des individus déguisés en clown? Ne sont-elles pas une manifestation de la dégradation de l'état des mœurs dans notre société?

Jean-Pierre le Goff: Ces phénomènes s'enracinent dans une culture adolescente et post-adolescente qui se nourrit de séries américaines mettant en scène des clowns maléfiques, de vidéos où des individus déguisés en clown font semblant d'agresser des enfants, mais aussi des films d'horreur avec leurs zombies, leurs démons, leurs vampires, leurs fantômes… Le film «Annabelle», qui met en scène une poupée tueuse et un jeune couple attaqué par les membres d'une secte satanique, a dû être déprogrammé dans certaines salles suite au déchaînement d'adolescents surexcités... Dans le Pas de Calais, certains individus déguisés en clown ont brandi des tronçonneuses devant une école, en écho au film d'horreur à succès des années 1970, «Massacre à la tronçonneuse» qui sort à nouveau dans les salles. Face à ces phénomènes, la société et ses experts cherchent à se rassurer: il s'agit d'une catharsis nécessaire, une sorte de passage obligé pour les adolescents qui se libèrent ainsi de leur angoisse, satisfont un désir de transgression propre à leur âge. Si ces aspects existent bien, nombre d'agressions auxquelles on assiste débordent ce cadre et l'on ne saurait en rester à une fausse évidence répétée à satiété: ces phénomènes ont toujours existé.

Face aux «clowns agresseurs», une partie de la société est déconcertée et hésite sur le type de réponse à donner: où met-on la limite? Ne risque-t-on pas de faire preuve d'intolérance vis-à-vis de la jeunesse? Mais, à vrai dire, le sujet paraît plus délicat: comment remettre en cause une culture adolescente faite de dérision et de provocation qui, depuis des années, s'affiche dans les médias et s'est érigée en une sorte de nouveau modèle de comportement? Le jeunisme et sa cohorte d'adultes qui ont de plus en plus de mal à assumer leur âge et leur position d'autorité vis-à-vis des jeunes, pèsent de tout leur poids. Le gauchisme culturel et ses journalistes bien pensants sont là pour dénier la réalité et développer la mauvaise conscience: «Attention à ne pas retourner à un ordre moral dépassé, à ne pas être ou devenir des conservateurs ou des réactionnaires…» Ces pressions n'empêchent pas une majorité de citoyens de considérer que nous avons affaire à quelque chose de nouveau et d'inquiétant qu'ils relient au développement des incivilités et des passages à l'acte.

Le phénomène des «clowns agresseurs» tend à effacer les frontières entre la farce et l'agression, ce qui permet à des voyous et des voleurs de brouiller leurs forfaits. On est loin des blagues de potaches d'antan, des émissions de télévision comme «La caméra invisible» ou «Surprise surprise» auxquelles ont succédé des «caméras cachées» menées par des animateurs ou de nouveaux «comiques» qui, protégés par leur statut d'intouchable télévisuel, provoquent méchamment leurs victimes jusqu'à la limite de l'exaspération. Filmer des agressions ou des méfaits sur son portable est une pratique qui s'est répandue chez les adolescents. La transgression s'est banalisée dans le monde spectaculaire des médias et des réseaux sociaux. Elle ne se vit plus comme une transgression - qui implique précisément la conscience de la norme, des risques et du prix à payer pour l'individu ; elle est devenue un jeu, une manière d'être et de se distinguer, dans une recherche éperdue de visibilité, comme pour mieux se sentir exister.

Les agressions d'individus déguisés en clown renvoient à une déstructuration anthropologique et sociale de catégories d'adolescents et d'adultes désocialisés, psychiquement fragiles, nourris d'une sous-culture audiovisuelle et de jeux vidéos, en situation d'errance dans les réseaux sociaux, pour qui les frontières entre l'imaginaire, les fantasmes et la réalité tendent à s'estomper. Une telle situation amène à s'interroger sur les conditions psychologiques, sociales et culturelles qui ont rendu possible une telle situation. Dans cette optique, les bouleversements familiaux et éducatifs qui se sont opérés depuis près d'un demi-siècle ont joué un rôle important. Il en va de même du nouveau statut de l'adolescence qui déborde cette période transitoire de la vie pour devenir, sous le double effet du jeunisme et du non-travail, un mode de vie et de comportement qui s'est répandu sans la société . Il est temps d'en prendre conscience, d'assumer l'autorité et d'expliciter clairement les limites et les interdits, si l'on ne veut pas voir se perpétuer des générations d'individus égocentrés, immatures et fragiles, avec leur lot de pathologies et des faits divers en série. 

Quel est le rôle joué notamment par les nouveaux instruments de communications? Internet et les grands médias audiovisuels alimentent-ils ce show perpétuel?

Elles font écho à un individualisme autocentré et en même temps assoiffé de visibilité, mais elles ne le créent pas. Ce type d'individu a constamment besoin de vivre sous le regard des autres pour se sentir exister. Internet et les nouveaux moyens de communication lui offrent des moyens inédits pour ce faire, avec l'illusion que chacun peut désormais accéder à quelques instants de gloire. Ces derniers sont rapidement oubliés dans le flux continu de la communication et des images, mais ils sont recherchés à nouveau dans une course sans fin où l'individu vit à la surface de lui-même et peut finir par perdre le sens du réel et l'estime de soi, pour autant que ces notions aient encore une signification pour les plus «accros». Ces usages n'épuisent pas évidemment les rapports des individus à Internet et aux médias qui demeurent des outils de communication et d'information - sur ce point l'éducation première, l'environnement familial, social et culturel jouent un rôle clé -, mais ils n'en constituent pas moins leur versant pathologique. L'égocentrisme et le voyeurisme se mêlent au militantisme branché quand les Femen montrent leur seins, quand on manifeste dans la rue dans le plus simple accoutrement, quand on se met à nu pour de multiples raisons: pour défendre l'école, l'écologie, les causes caritatives…, ou plus simplement, quand des pompiers ou des commerçants font la même chose pour promouvoir la vente de leur calendrier, en cherchant à avoir le plus d'écho sur Internet et dans les médias.

Sans en arriver là, on pourrait penser que le nombre des «m'as-tu vu» qui «font l'important» s'est accru - ceux qui veulent à tout prix «en être» en s'identifiant tant bien que mal aux «people» de la télévision, ceux qui se mettent à parler la nouvelle langue de bois du «politiquement correct» de certains médias, ceux qui ne veulent pas ou ne tiennent pas à s'opposer aux journalistes militants, ou au contraire ceux qui dénoncent le système médiatique tout en étant fasciné par lui et en y participant… Ceux-là sont nombreux sur les «réseaux sociaux» où ils peuvent s'exposer et «se lâcher» sans grande retenue en se croyant, suprême ruse de la «société du spectacle», d'authentiques rebelles et de vrais anticonformistes. On ne saurait pour autant confondre cette exposition «communicationnelle» et médiatique avec la réalité des rapports sociaux et la vie de la majorité de nos compatriotes qui ont d'autres soucis en tête, qui se trouvent confrontés à l'épreuve du réel dans leur travail et leurs activités. En ce sens, les grands médias audio-visuels, Internet et les nouveaux moyens de communication ont un aspect de «miroir aux alouettes» et de prisme déformant de l'état réel de la société.

Existe-t-il encore des frontières entre spectacle et politique? N'est-on pas amené à en douter quand une émission de télévision met en scène des politiques déguisés pour mieux vivre et connaître la réalité quotidienne des Français?

Cette émission n'a pas encore été diffusée mais elle a déjà produit ses effets d'annonce… J'avoue que j'ai eu du mal à croire à ce nouvel «événement» médiatique: comment des politiques, dont certains ont occupé de hautes fonctions comme celles de Président de l'Assemblée nationale, ou de ministre de l'Intérieur et de la Défense, ont-ils pu accepter de se prêter à un tel spectacle télévisuel au moment même où le désespoir social gagne du terrain et où le Front national ne cesse de dénoncer la classe politique? Peuvent-ils croire sérieusement qu'une telle émission va contribuer à les rapprocher des Français et à mieux connaître la réalité? Quelle idée se font-ils de leur mission? J'entends déjà les commentaires qui diront que cela ne peut pas faire de mal, que cela peut aider à mieux comprendre les problèmes des français, qu'il faut s'adapter à la «modernité» et tenir compte de l'importance des médias, qu'on ne peut pas aller contre son temps…

C'est toujours la même logique de justification, celle de la «bonne intention» ou de la fin noble qui justifie les moyens qui le sont moins, agrémentée d'une adaptation de bon ton à la modernité, sauf que le moyen en question est une formidable machinerie du spectaculaire et que prétendre de la sorte comprendre les préoccupations des citoyens ordinaires est un aveu et une confirmation des plus flagrantes de la coupure existante entre le peuple et une partie de la classe politique. En fonction des informations dont je dispose sur cette nouvelle affaire médiatique, il y a fort à parier qu'elle va donner encore du grain à moudre au Front national et qu'elle risque de creuser un peu plus le divorce avec les Français qui, même s'ils sont nombreux à regarder cette émission, ne confondent pas pour autant le spectacle télévisuel avec la réalité.

Je ne suis pas un puriste dans l'usage des médias, mais il y a un seuil à ne pas dépasser, sous peine de verser dans le pathétique et l'insignifiance. Je ne peux m'empêcher de considérer cette nouvelle affaire médiatique comme déshonorante pour la représentation nationale et la fonction politique. C'est un pas de plus, et non des moindres, dans un processus de désinstitutionnalisation et de dévalorisation de la représentation politique auquel les hommes politiques ont participé en voulant donner à tout prix une image d'eux-mêmes qui soit celle de tout un chacun . J'espère qu'au sein du monde politique, des personnalités se feront entendre pour désavouer de telles expériences télévisuelles au nom d'une certaine idée de la dignité du politique.

Existe-t-il encore des frontières entre spectacle et politique, entre dérision et sérieux, entre le réel et le virtuel?

Oui, fort heureusement, pour la majorité de la population. Mais j'ajouterai que ces frontières sont plus ou moins nettes selon les situations et les activités particulières des individus. Au sein du milieu de l'audiovisuel comme dans certains milieux de la finance, il existe une tendance à se considérer comme les nouveaux maîtres du monde en n'hésitant pas à donner des leçons sur tout et n'importe quoi. L'humilité est sans doute une vertu devenue rare dans les univers de l'image, de la communication et de la finance qui ont acquis une importance démesurée. En l'affaire, tout dépend de l'éthique personnelle et de la déontologie professionnelle de chacun. Mais il n'est pas moins significatif que l'animateur, le journaliste intervieweur, à la fois rebelle, décontracté et redresseur de tort, soit devenu une figure centrale du présent, une sorte de nouveau héros des temps modernes qui s'affiche comme tel dans de grands encarts publicitaires dans les journaux, à la télévision ou sur les panneaux d'affichage.

Le rôle de «médiateur» à tendance à s'effacer derrière le culte de l'ego. Le fossé est là aussi manifeste avec la majorité de la population. Comme le montre de nombreux sondages, les Français font de moins confiance aux médias et les journalistes ont tendance à être considérés comme des gens à qui on ne peut pas faire confiance, quand ils ne sont pas accusés de mensonges et de manipulation. Quant aux traders qui se considéraient omnipotents, ils ont connu quelques déboires. Jérôme Kerviel, après avoir été considéré comme l'exemple type de l'«ennemi» qu'était supposé être la finance, a été promu victime et héros de l'anticapitalisme par Jean-Luc Mélenchon. Tout peut-être dit et son contraire, on peut vite passer de la gloire à la déchéance au royaume de la communication et des médias.

La fracture n'est pas seulement sociale, elle est aussi culturelle. Cette fracture se retrouve avec ceux que j'appelle les «cultureux» qui ont tendance à confondre la création artistique avec l'expression débridée de leur subjectivité. Un des paradigmes de l'art contemporain consiste à ériger l'acte provocateur au statut d'œuvre, devant lequel chacun est sommé de s'extasier sous peine d'être soupçonné d'être un réactionnaire qui souhaite le «retour d'une définition officielle de l'art dégénéré», comme l'a déclaré la ministre de la culture, à propos du «plug anal» gonflable de Paul McCarthy, délicatement posé sur la colonne Vendôme avant d'être dégonflé par un opposant. Tout cela n'a guère d'emprise sur la grande masse des citoyens, mais n'entretient pas moins un monde à part, survalorisé par les grands medias audiovisuels et les animateurs des réseaux sociaux, en complet décalage avec le «sens commun». Les citoyens ordinaires attendent des réponses crédibles et concrètes à leurs préoccupations qui ont trait à l'emploi, au pouvoir d'achat, à l'éducation des jeunes, à l'immigration, à la sécurité…

Les politiques férus de modernisme à tout prix, comme nombre d'intellectuels et de journalistes, ont-ils la volonté de rompre clairement avec ce règne de l'insignifiance, des jeux de rôle et des faux semblants, pour redonner le goût du politique et de l'affrontement avec les défis du présent? En tout cas, le pays est en attente d'une parole forte et de projets clairs qui rompent avec cette période délétère et permettent de renouer le fil de notre histoire, pour retrouver la confiance en nous-mêmes au sein de l'Union européenne et dans le monde.

Jean-Pierre Le Goff (Figarovox, 1er novembre 2014)

lundi, 03 novembre 2014

Yann-Ber Tillenon: Fédéralisme

FÉDÉRALISME

par Yann-Ber Tillenon

 
carte.pngL'ennemi de la France et de l'Europe, ce n'est pas la gauche, la droite, l'extrême-gauche ou l'extrême-droite dans la société !...
 
L'ennemi c'est l'idéologie du centralisme jacobin totalitaire qui déracine les peuples de France et, maintenant, du monde,  pour les broyés. Il les rend  manipulables et corvéables à merci dans le même moule uniformisant et niveleur ! C'est la culture et l'histoire de son peuple qui forme un homme au dessus de la nature animale. Déraciné, il est une victime en dehors de sa culture et de  son histoire. Il redevient un simple animal consommateur qui se dirige là où il peut brouter !...
 
C'est pourquoi je suis un militant autonome, autonomiste, fédéraliste depuis 50 ans !...
 
 

Dans l’amour de la France, pour sa Renaissance grâce   à une République Fédérale Française, exemplaire pour l’Europe, en faveur du ré enracinement de ses peuples.


À ceux qui s’étonnent de me voir rencontrer des hommes du monde politique et artistique opposés et adversaires idéologiques, de l'extrême gauche à l'extrême droite dans la société française, et de ne pas être assez sectaire je répondrai, en français pour les « Bretons »… que le meilleur moyen d’être quoi que ce soit , c’est de le pratiquer. Le meilleur moyen d’être fédéraliste c’est de pratiquer soi-même le fédéralisme dans sa vie et dans la société française centraliste, dualiste, manichéenne, dont fait partie la Bretagne. En se changeant soi-même ont peut changer une petite partie de la société dans laquelle nous sommes, puisqu’on est dedans, et proposer autre chose !...

Rencontrer, fréquenter les différences, les opposés, est une bonne attitude de fédéraliste non pas "centraliste", mais "centriste" comme je le suis moi-même et comme nous le sommes tous à Kêrvreizh crée en 1938 par le fédéraliste Yann Fouéré !... C'est la base politique" brezhon", "emsavel" de "Breizh" depuis deux siècles, et non pas de "Bretagne", société francisée, contaminée par le dualisme jacobin. Le fédéralisme "brezhon" c'est l'un ET l'autre et non pas l'un OU l'autre des Bretons, ces Français malades, hémiplégiques déracinés, décentrés d'eux-mêmes, donc « désaxés », hypertrophiés du cerveau gauche ou du cerveau droit !...

La véritable Métaphysique celtique, européenne, comporte une multitude de points de vue. Ils rendent compte de tous les aspects sous lesquels on peut envisager la Vérité. Elle ne saurait donc être contenue dans les limites d’un « système » du « Prêt à penser » d'un gouvernement unique à pensée unique, dans une langue unique, une culture unique pour un pouvoir unique de la dictature du « politiquement correct », sans " dérapages" hérétiques, héritée du monothéisme chrétien à vérité unique !.... C'est toujours le mystère d’une polarité qui constitue à la fois une bi-unité et une alternance rythmique.

Elle se laisse déchiffrer dans les différentes illustrations mythologiques, religieuses et philosophiques. Certaines de ces polarités tendent à s’annuler , comme dit Mircéa Eliade dans une “coincidentia oppositorum” http://fr.wikipedia.org/wiki/Mircea_Eliade . C'est-à-dire dans une UNITÉ-TOTALITÉ-PARADOXALE”. C'est notre tradition pré-chrétienne polythéiste, non dualiste conservée dans le catholicisme romain traditionnel.. Ce sont ces situations existentielles paradoxales (comme la simultané du jour et de la nuit, du visible et de l’invisible, du bien et du mal etc...) que la logique rationnelle jacobine française et occidentale en général, héritée du judéo-christianisme, a du mal à vivre.

Elle a donc préféré les considérer comme des oppositions irréductibles. Le choix de la raison comme unique voie de connaissance, a éloigné l‘homme européen du paradoxe présocratique. L’incapacité de vivre des situations existentielles fédéralistes paradoxales a été engendrée par la perte de la vision indo-européenne traditionnelle. C'est ce qui lui a fait rechercher des idéologies rassurantes, uniformisantes où il est assisté, rassuré et protégé. Ceci au détriment de sa combativité individuelle, et de sa capacité à résister à la souffrance.

C'est pourquoi l'excès de raison a rendu sa nature européenne fragile et a fait naître l’idéologie bourgeoise dans l' actuel État providence centraliste qui a détruit la France. Le résultat est là …. Transcender les polarités, c'est s’installer au coeur des couples de contraires. Ce qui implique de ne pas séparer l'un de l'autre, ni de choisir définitivement l'un OU l'autre. C’est la “recherche du centre fédérateur”. du FÉDÉRALISME, au dessus du ‘Droite-Gauche », du nationalisme ou du socialisme.

La conscience est alors libre de se placer dans un “tiers-inclus”, au sein de I'”unité-totalité-paradoxale” du peuple global. Il s’agit donc, grâce à la "Coincidentia oppositorum", de voir la vie toujours de l’intérieur, du centre de soi-même et non pas de sont pied gauche ou de son pied droit… En effet, pour la vision traditionnelle, la conscience ne se situe pas dehors, à l’extérieur de soi-même et des choses, À GAUCHE OU À DROITE, comme en France aujourd’hui, mais au dedans de nous et des choses. Nos égarements ne font que signaler notre “excentricité” de “désaxé”... 

C’est-à-dire notre perte du centre, de notre centre. Cette quête du centre est généralement appelée "voie ésotérique" ou “voie du dedans” par la tradition indo-européenne qui est la notre... Ainsi, souvent, les militants bretonnants francisés reproduisent l'idéologie française "gauche-droite"… Ils restent des "Bretons' c'est-à-dire des Français formattés  comme les autres , bien que connaissant souvent le « brezhoneg » en plus du français!!!... Être « Brezhon », « Emsaver » de « Breizh » et non plus « Breton » de « Bretagne » est, avant tout, en plus de la formation en « brezhoneg », un changement de soi-même, une attitude philosophique européenne nouvelle, concrète, pratique, et non pas simplement idéologique française jacobine.

 
Yann-Ber TILLENON

dimanche, 02 novembre 2014

Ur-Fascism

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Ur-Fascism

By Organon tou Ontos 

Ex: http://www.counter-currents.com

eco_umberto_l.jpgThe following amplifies the concept of ur-fascism advanced by Umberto Eco [2].

Ur-fascism is both unity and multiplicity, like life itself: Unity in its embodiment of a single phenomenon and multiplicity because of the diversity and disparity within that phenomenon. “Ur” means primal or primordial: For example, in the form of Heidegger’s “ur-grund” (“primal ground”) or ur-volk (“primeval people”) as well as Goethe’s “ur-phenomenon” (“archetypal pattern”). “Fascism” comes from the Latin, fasces, meaning “bundle”: politically, a people unified. Ur-fascism is the primordial wellspring of all fascist aspirations and movements. This has many roots: Nation, race, ethnicity, heritage, lineage, culture, tradition, language, history, ideals, aims, and values. When a group has emerged, organically and historically, with its own identity, fate, and interests, a people has come into existence.[1]

A people that is integrated genealogically, linguistically, and institutionally at the highest level forms a nation. At higher levels, peoples may be fused together under empires. At lower levels, a people could comprise a family, community, or local state.

Ur-fascism is the primordial foundation of all fascist movements and governments, historically or potentially, that unify peoples at distinct levels. Another term for “people” is the modern English “folk” and the German “Volk.” The former comes from the Old English “folc,” meaning “common people.” “Folk” was diffused through the introduction of the compound “folklore” by antiquarian and demographer, William Thoms. Peoples are distinct and diverse entities, reflected in the history of fascism. Ur-fascism is the primordial origination in archetypal organic patterns, residing in all living things, of a fascistic impulse toward a primeval will to life that has exhibited itself historically in many political, social, and institutional morphologies, ultimately as the differentiation and coagulation of diverse tendencies, traits, and movements.

Ur-fascism metaphysically privileges the people. It accentuates the disparity of interests between peoples, while Marxism emphasizes the disparity of interests between classes. A people is prior to its classes, metaphysically, and its interests take precedence over its classes, ethically.

The founder and leader of the Iron Guard of Romania, Corneliu Codreanu, held that “A people becomes aware of its existence when it becomes aware of its entirety, not only of its component parts and their individual interests.”[2] Ur-fascism grounds the interests of a people or community above that of the individuals and classes that belong to it. As such, it transcends revolutionary socialism and reactionary conservatism. The interests of the community in its entirety take precedence over the interests of individuals and classes that belong to it. Nonetheless, ur-fascism is both revolutionary and conservative: revolutionary in its readiness to overturn structures that are toxic to the life of a people, and once conservative in its insistence on retaining and preserving what is vital to a given people.

On the basis of a view of society as a social organism that is organized, directed, and governed by a vital social organ in the form of the state, Giovanni Gentile maintained that the state “interprets, develops, and potentiates the whole life of people.”[3]

Ur-fascism does not eventuate in the elimination of social classes, hierarchy, or inequality, but rather folds these in to the service of a people as a whole. In a developing plant or animal, cells undergo differentiation and become structurally and functionally suited to certain roles. The Marxist aspiration to end inequality and ultimately dissolve hierarchy is as futile as a revolt among the cells of an organism that is organically suited and required for the weal of the organism as a whole. Equality among an organism’s cells would mean death for the organism. This does not mean that injustice should not be addressed, and inequality and hierarchy are not ends in and of themselves. Neither the aristocratic nor proletarian socialist solution is desirable. Inequality and hierarchy exist to elevate the community as a whole, not any one part of it.

Ur-fascism forms the primeval basis of the fascistic political response and will to life of a people as a whole, rather than any segment within it. If authentic in its embryonic and developmental forms, it will grow to maturity and enable a whole people to persist over time.

A genuine fascist movement or government first exists (a) in embryo, as a nascent political organism or coalescent forces in a government and (b) reaches mature development, around it a variety of explicit aims and goals are embellished and solidified as policies.

In embryonic form, fascist movements and governments originate as phenomena that arise from within a community. According to Umberto Eco, this embryonic form may arise as one, two, or several of the phenomena below, at once or else separately, in orderly or disorderly succession. Ur-fascism is the organic origination of a fascistic movement or government. Just as complex organisms arise from but one, two, or but a few cells, so too does an authentic fascist movement or government. Only one or handful of the phenomena below is necessary, as “it is enough the one of them be present to allow fascism to coagulate around it.” At the national or local level, as nascent movements or existing governments, fascism may initially take the form of, grow from within, or else be signaled and distinguished by:

  1. Syncretic revival of tradition: reawakening to identity through an integration of disparate traditions, symbols, icons, and ideals among and across past cultures.
  2. Rejection of modernism: reaffirmation of primordial ideals and political values and a disavowal of the universalism and egalitarianism central to the Enlightenment.
  3. The necessity of action: realization of the centrality of action as an inherent aspect of a vibrant community, as well as its necessity as a response to decline.
  4. The necessity of unity: realization of the primacy of primeval truths and basic values, as against perpetual dissent, endless discussion, and disagreement.
  5. Rejection of difference: affirmation of national, racial, ethnic, cultural, linguistic, or religious identity, and as such, opposition to their erosion and decline.
  6. Appeal to class interests: repudiation of class conflict and dissention in the community, and an affirmation of the legitimate interests of distinct classes and interests.
  7. Reality of internal and external threats: drawing attention to internal and external sources of decline and threats to identity, whether ethnic, social, cultural or global in origin.
  8. Inconstancy in the enemy: the mobilizing and galvanizing reality of distinct threats, often from enemies that fluctuate quickly in strength, tenor, scale, and magnitude.
  9. Reality of life as struggle: resuscitation and renewal of the community by overcoming decline, while grasping that life is struggle and requires permanent vigilance.
  10. Populist elitism: elevating the individual as part of his distinct community, promoting its higher over its lower elements, and basing government on the leadership principle.
  11. A regard for death: realization that death is inevitable, the inculcation of heroic aspiration in everyone, and the mobilizing reality of distant or impending community death.
  12. Reaffirmation of traditional life: the preservation of traditional families and family roles.
  13. The primacy of community: recognition of the primacy of community over the individual, the nation over its classes, and the inability of democracy to preserve it.
  14. The mobilization of language: mobilization of the community is only fully possible through novel uses of language, terms, and phrases, in tandem with symbols and imagery.

The emergence of embryonic fascist movements or nascent fascist governments entails that one, two, or more of the above phenomena have clustered together to form a nucleus, which grows and develops. Ultimately, various policies, plans, and position coagulate around the nucleus. Historically, there were many such policies, plans, and positions. In many cases, they were extensions of the unique vision of the movement or government and the people or nation in question. Whether or not such policies were successful is a different matter, but metaphysically, a fascist movement or government has come to maturity when it has progressed from an embryonic stage in which a nucleus is formed to one in which that nucleus has several different policies clustered around it. These will vary among regimes, but they often include:

  1. Agrarianism and the preservation of rural life, ethnic identity that is rooted in the unique soil and geographic context of the nation — as in the NSDAP policy of blood and soil.
  2. Anti-capitalist and anti-consumerist policy that rejects economic materialism.
  3. Anti-communist policy opposing class conflict and rejecting economic reductionism.
  4. An anti-liberal domestic policy that rejects individualism as the basis of social life.
  5. An explicit foreign policy aspiring to autarky and freedom from world finance, and a local policy supporting individual and community self-sufficiency and local adaptedness.
  6. Policy reflecting support of class collaboration, reconciliation, and legitimate class interests, from basic worker’s rights but also the protection of private property.
  7. Economic policy grounded in corporatism, syndicalism, mixed economics, and Third Position economics, as was advanced in Italy, Germany, and Falangist Spain.
  8. Policy reflecting strong support of the young and youth movements, promoting youth that uphold national values and interests, and strengthening the health of the community.
  9. Environmentalist policy and advocacy of animal welfare, often in conjunction with policy supporting sustainable agriculture, renewable energy, and sound population control.
  10. Policy advancing irredentist and ethnic nationalist aims, the extension of “living space” (Lebensraum) in German policy or “vital space” (spazio vitale) in Italian policy.
  11. Familial policy advancing protections for the interests of traditional families, but also promoting the legitimate gender interests for men and women in familial contexts.
  12. Ethnic and racial policies of fecundism or eugenics, aiming for healthy populations.
  13. Policy that integrates the interests of the collective with elitist aspirations, synchronizing mass mobilization with the leadership principle, harmonizing individual and society.
  14. The aestheticizing of social, national, and community life, incorporating social symbols, utilizing rallies, drawing on social ritual and ceremony, and revitalizing traditions.

Eco only discusses the embryonic phase, since his analysis is concerned to explain how fascist movements and nascent fascist governments may emerge. In that sense, his analysis forms a kind of preventative diagnosis, as he aims to show how fascism can be identified before it is allowed to develop into a concrete fascist government.

I have developed his view into a two tiered system, with the embryonic phase representing Eco’s own analysis, and forming the basis for the initial, prenatal phase of fascist development, originating in one, two, or more of the traits I list, each of which is reworded from Eco’s traits; and the developmentally mature stage of fascism, whereby different policies cluster or coagulate around the nucleus that formed in the embryonic stage. Fascism can arise in many ways, and develop many policies.

It is not the case that fascism is a strictly national phenomenon. Instead, it is a way of life that is rooted in organic, synergistic impulse. It can emerge at low societal levels, including the local community (“local fascism”), or else at much higher levels, including the nation.

Moreover, as a response to problems in nations and the decline of communities, fascism has exhibited great historical diversity. Franco’s Spain eschewed expansion, but the pursuit of fresh living space was an important factor in German fascist policy. Italian fascism, however, stressed the pursuit of vital space, which was principally cultural and spiritual, while Mosley’s British Union advocated isolationism and protectionism. And while racial policy was central to German and Norwegian fascism, it was not a central component of Italian Fascism until after 1938, and was never a formulaic component of Portuguese or Spanish fascism. Following World War II, Perón’s Argentina allowed different parties. Catholic conservatism was a significant factor in Spain, while Quisling’s National Gathering looked back to its pagan roots.

Ur-fascism is a family of living worldviews, including past, concrete fascist movements and all possible future movements, and rooting the possibility of fascism in a plurality of different grounds. All movements spring from local conditions and native aspirations.

Understanding ur-fascism as a unique instance of family resemblance also allows us a resource by which to articulate aspects of the decline of European nations and Western Civilization in general. Ur-fascism views different forms of fascism as springing from a common pool of possible sources, and the traits which associate to form the nuclei of fascist movements and regimes have causal relationships with each other. The deconstruction of the West proceeds largely by attacking several of the traits that comprise the core of different fascist worldviews. For example, “antifa,” Leftists, and anti-nationalist advocates attack the traditional family, which is related to if not causally congruent with others traits in the first list. In other words, attacking any of the traits in the list of embryonic traits will likely impinge on several other traits.

Seventy years of consistent deconstruction of the West has largely been predicated on attacks on these features. It follows that any authentic efforts to salvage the nations of the West will require rehabilitating the aims, values, and aspirations of authentic fascism.

In this fashion, my construal of ur-fascism forms a form of prescriptive diagnosis, in contrast to Eco’s preventative diagnosis. If the traits of embryonic fascism bear causal relations of this sort, then nationalists aspiring to save their communities should upheld most of them.

Ur-fascism is a unified family of distinct fascist worldviews, forming a primordial wellspring out of which different fascist movements, historically, have emerged. Its embryonic traits personify primeval biological tendencies that have deep roots in evolutionary history. As an authentic prescription of political mobility, it hearkens back to organic permutations in the history of life that have been exhibited by organismal forms, populations, and lineages. Novel biological forms emerge in the history of life, and exhibit themselves in distinct groups and lineages, arising from underlying mechanisms that work to ensure the persistence of these groups and lineages. The primacy of community over individual is an expression of an integrative tendency in the history of life that is responsible for the diversity of life, and grounds the diversity of fascism.

It is through this conception that we can grasp Eco’s claim that ur-fascism is “primitive”: fascism is a human political system that is deeply rooted in primeval, pervasive biological impulses and patterns that lead to the emergence of distinct communities.

Understood in this way, Eco’s characterization of ur-fascism as “eternal fascism” is transparent: while fascism always manifests in certain places and times, it can always come back again in unexpected guises and different forms; it can never truly, entirely be eradicated.

Notes

1. Wiktionary defines “ur” as proto-, primitive, original. There have been several other explicit uses; Goethe employs “ur-sprung” (“origin”) in his Ueber den Ursprung der Sprache.

2. Stephen Fischer-Galati, Man, State, and Society in East European History (Pall Mall, 1971), quoted on p. 329.

3. Giovanni Gentile and Benito Mussolini, The [3] Doctrine [3] of [3] Fascism [3].

See also the author’s blog: http://ur-fascism.blogspot.com [4]

 

 


 

Article printed from Counter-Currents Publishing: http://www.counter-currents.com

 

URL to article: http://www.counter-currents.com/2014/10/ur-fascism/

 

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[1] Image: http://www.counter-currents.com/wp-content/uploads/2014/10/Umberto-Eco.-007.jpg

[2] advanced by Umberto Eco: http://www.themodernword.com/eco/eco_blackshirt.html

[3] The: http://www.worldfuturefund.org/wffmaster/reading/germany/mussolini.htm

[4] http://ur-fascism.blogspot.com: http://ur-fascism.blogspot.com

 

vendredi, 31 octobre 2014

Le retour du politique : du chaos à la révolution européenne

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VIDE DU POLITIQUE/POLITIQUE DU VIDE/REVOLUTION

Le retour du politique : du chaos à la révolution européenne


Gérard DUSSOUY *
Ex: http://metamag.fr
 
La société du vide que dépeignait Yves Barel, en 1984, est bien là.  Elle est consécutive au triomphe de la consommation, à la prévalence de l’activité marchande et financière sur toutes les autres formes d’activités humaines. Corrélativement, elle a vidé le politique de sa substance. Cette mutation globale n’est ni un fait du hasard, ni une nécessité historique.  Mais, elle est  le résultat d’une stratégie de longue haleine inspirée par l’interprétation véhémente de la philosophie libérale (celle que redoutait et condamnait David Hume), et, plus précisément, par une extrapolation du « paradigme smithien » qui convient si bien au monde des affaires, lequel sait l’instrumentaliser avec le plus grand  cynisme.
 

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En effet, il a été emprunté à Adam Smith deux idées qui fondent et légitiment l’argumentaire des hommes politiques occidentaux contemporains. Au-delà de leurs nuances partisanes, qu’elles soient de droite ou de gauche. La première, la plus connue, est que la généralisation de l’économie de marché et de l’échange, qui satisfait à la recherche du gain individuel, est la meilleure façon de développer « la richesse des nations ». La seconde est qu’il existe chez l’homme « un plaisir de sympathie réciproque » (in Théorie des sentiments moraux) tel que l’élévation du produit global, accouplée à l’expansion de la communication universelle, doit lui permettre de sortir de l’animosité latente de la sociabilité politique.
 
L’homme mondialisé, sans appartenance identifiée, dépolitisé, sans préférences nationales ou culturelles, est ainsi devenu, en dépit de toutes les réalités qui en contredisent l’existence, l’icône de la pensée occidentale moderne. Au point que l’on voudrait enlever aux Européens leur droit à conserver leurs différences, et interdire qu’ils s’opposent, dès lors et à ce titre, au fait d’être remplacés sur leurs propres terres par des populations venues d’ailleurs.
 
L’éviction du politique en Occident

La fin du politique a été stratégiquement réfléchie au lendemain de la Grande guerre, dont il faut dire, mais la seconde guerre mondiale aussi, combien elle a illustré les effets néfastes et catastrophiques de la part d’irrationnel qui peut habiter l’animal politique qu’est l’homme. Plutôt que dans l’internationalisme du président américain Wilson, c’est dans la conception d’un monde unifié (One World) qui occupe l’esprit de Franklin D. Roosevelt, laquelle lui est inspirée par son conseiller le géographe américain Isahïa Bowman, qu’il faut situer cette réflexion. Ce dernier cultivait l’idée d’un fédéralisme mondial, réalisable le jour où les Etats-Unis parviendraient à débarrasser le monde de ce qu’il jugeait être « la force la plus rétrograde du Vingtième siècle », à savoir l’Etat-nation. Dans les faits, il aura fallu attendre la fin de la Guerre froide, et que les Etats-Unis aient vaincu le communisme après avoir écrasé le nazisme, pour que l’économicisation des sociétés et des relations internationales devienne effective.
 
Le nouvel ordre mondial, qui s’est esquissé à la fin du Vingtième siècle, n’est pourtant pas celui attendu par Washington. Il est demeuré, ou redevenu, un  « concert de puissances », nouveau par sa configuration géographique et parce qu’il a, maintenant, un chef d’orchestre asiatique qui, lui, n’a pas perdu le sens du politique. C’est donc en Europe que l’éviction de celui-ci est le plus net. A tel point que la bonne gouvernance (ou le « bon gouvernement ») consiste principalement à aligner, à coup d’ajustements vers le bas, les économies nationales sur les critères du marché mondial ; et d’abord, sur celui du travail. Il est symptomatique que ce que l’on tient pour être la « réussite » de l’Allemagne consiste à ce qu’elle y parvienne mieux que ses partenaires. Bien qu’elle soit plus fragile qu’il n’y paraît, et qu’elle doive tout à la bonne spécialisation internationale industrielle de la RFA (qui pourrait pâtir bientôt d’une insuffisance de ses investissements). Et sans qu’il s’agisse en contrepoint, car ce serait trop facile, d’exonérer les gouvernements français successifs de leurs propres gestions calamiteuses, cette « réussite » révèle une résignation consécutive à une impuissance du politique.

Cette impuissance est celle des Etats européens face à un environnement international dont ils sont incapables de mettre en cause les règles. Elle découle, à la fois, de leur dépassement structurel dans une mondialisation qu’ils ont voulue, et de l’adhésion obstinée de leurs élites au « paradigme smithien».
 
La  politique du vide

Le vide du politique est, dès lors, comblé, au niveau des partis de gouvernement, par une logorrhée convenue qui s’efforce d’expliquer qu’il n’existe pas d’alternative à l’inclusion dans un système mondial de plus en plus contraignant et régressif.  Qu’il faut donc accepter la fin du modèle social européen (gravement menacé, de toutes les façons, par l’état de la démographie des pays concernés), pour un autre plus inégalitaire et qui fait cohabiter, tant bien que mal, une élite compradore avec différentes catégories de nationaux. Parmi ceux-ci, les plus aisés ont à charge d’assister ceux qui le sont moins, ainsi d’ailleurs  que tous les nouveaux venus sur le sol européen. Les partis politiques sont aidés dans cette tâche par une pléthore de journalistes et d’informateurs dont la « fausse conscience » est remarquable (falsches bewusstein, dixit Franz Mehring). Elle consiste dans le fait que toutes ces personnes ne se rendent pas compte (ou ne veulent pas savoir) qu’elles sont là où elles sont, et rémunérées en conséquence, pour tenir le discours qu’elles tiennent. Alors qu’elles se croient porteuses d’objectivité, elles ne font que participer à un travail de persuasion.
  
La politique du vide conduit ainsi à vivre sur des acquis, à essayer de les faire durer le plus longtemps possible, tout en sachant qu’ils sont incompatibles avec la logique du système mondial en marche. En son sein, les rapports sont devenus trop inégaux et trop pénalisants pour n’importe lequel des Etats européens, pour qu’il en soit autrement.  La conscience de la chose éveille certains, mais la décadence est une période  confortable, au moins tant qu’il y a du patrimoine à liquider ou de l’épargne à épuiser (les Français en disposeraient, tous ensemble, de quelques 10 000 milliards d’euros).
 
Cette résignation est, sans doute, ce qu’il y a de plus préoccupant dans la situation présente de l’Europe. Car, loin des théories sur la manipulation des foules, ou loin aussi de l’on ne sait quel complot mondial, il faut admettre que la situation est ce qu’elle est car elle satisfait, encore, à la quiétude de populations qui n’entendent pas se remettre en cause, ni du point de vue matériel, ni du point de vue symbolique (celui de leur idéologie et de leurs croyances), ni encore du point de vue comportemental. Par exemple, le problème de l’immigration, qui prend des proportions considérables, est avant tout celui de la démographie européenne, de la dénatalité et du vieillissement. Il est symptomatique d’une dégradation sociétale ancienne et d’essence individuelle. Et, malgré les déséquilibres démographiques internationaux, il va de soi qu’il se poserait avec moins d’acuité si les populations européennes étaient jeunes et dynamiques.
    
La politique du vide est donc sans perspective politique et sans vision stratégique globale. Elle se résume à une gestion économique «  au fil de l’eau » ; ou, pour être plus académique, à une « politique au fil de la croissance ».Cependant, l’économie ne règle pas tout, surtout que la croissance s’étiole. Et ce n’est pas demain qu’elle va retrouver des taux enchanteurs. Il ne peut pas y avoir en Europe de reprise forte et durable. Cela pour deux raisons : (1) la faiblesse structurelle de la demande interne (en termes de consommation comme  d’investissement) à cause du vieillissement de la population et de la saturation des marchés (que l’on essaie de surmonter à coups de gadgetisation des produits) ; (2) le recul de  la demande extérieure à cause des transferts de technologie et de la montée en gammes des productions des économies émergentes.
 
L’impasse économique qui se dessine est d’autant plus à redouter que l’on sent bien que la mondialisation est au bord de l’implosion (il ne s’agit de quelques années) par suite au déferlement migratoire qui s’annonce, aux pandémies qui se développent, aux vertiges  politiques et culturels (ou religieux) induits par la nouvelle donne de la puissance.
 
Le  retour du politique : du chaos à la révolution européenne

S’il doit avoir lieu, et tout ce que l’on a appris de l’Histoire le donne à penser, le retour du politique en Europe se fera à l’occasion du chaos (pour l’éviter, pour le surmonter ou parce que celui-ci l’aura rendu inéluctable), pris ici dans le sens d’une « destruction créatrice » (Schumpeter). Le retour se fera nécessairement sous des formes politiques nouvelles, à l’occasion d’une révolution européenne, au sens propre (celui du changement et de l’innovation), parce qu’on ne peut pas affronter des défis de dimension globale avec des instruments du passé. C’est ce qui, entre parenthèses, rend la démarche intellectuelle du Front National obsolète et dérisoire, son programme inadapté au réel et même contreproductif, et sa pratique partisane si incertaine, notamment quant à ses alliances. Et,  parce qu’en plus d’innover, il faut voir grand et loin devant, la restauration du politique sera le fait de jeunes Européens menacés de devenir minoritaires dans leurs propres patries. Pour cette bonne raison, mais aussi parce qu’ils ont appris à se connaître (c’est le bon côté de la « génération Erasmus ») et à transcender leurs nationalités, ils  auront compris que leur cadre d’action est continental. 

Renouer avec la primauté du politique, c'est donner la priorité aux intérêts matériels et symboliques des Européens contre ceux du marché ou encore ceux de la pseudo-société mondiale ; c’est se débarrasser, en même temps, des inhibitions idéologiques et des prescriptions de la pensée dominante. Cela devrait être permis par le chaos parce que, comme l’enseigne l’épistémologie pragmatiste, quand le contexte change, les valeurs changent aussi, comme les faits.  On est donc en droit de croire, ou d’espérer, que le chaos va enclencher une révolution cognitive, soit amener une autre façon de percevoir le monde et de penser le réel qui va remplacer le « paradigme smithien », épuisé.
 
L’opportunité intellectuelle et cognitive créée par le chaos n’aura néanmoins de traduction politique possible que si les Européens ne se trompent pas sur la direction à suivre, en regardant en arrière et en voulant restaurer des institutions périmées, et si, en conséquence, ils savent se donner les moyens pour agir. L’instrument politique qu’ils doivent forger, et ils n’ont pas d’autre choix, parce que tout le reste n’est qu’illusion mondialisante ou, au contraire, aveuglement passéiste, est l’Etat européen révolutionnaire. Il est le seul moyen, pour les jeunes générations européennes, de mener à bien « les travaux d’Hercule » qui les attendent (remigration, restauration et autonomisation de l’économie européenne, relance de l’innovation technologique, etc.), pour se sauver.

La meilleure manière de se préparer mentalement à vivre cette mutation historique et à la conduire à bon terme serait de préfigurer l’instrument étatique dans un parti européen révolutionnaire. Ce serait là, le cadre transnational idoine pour expérimenter le vivre-ensemble-européen et pour préparer communautairement des solutions communes aux immenses difficultés qui se précisent.
  
Faute de ce retour du politique à la dimension du continent, il y a tout lieu de craindre que le chaos ne se prolonge, et cela sans la moindre contrepartie créatrice, en entraînant le délitement de la civilisation européenne. Surtout si, par malheur, la fragmentation nationaliste venait ajouter ses effets délétères aux contraintes du monde extérieur à l’Europe. 

* Professeur émérite à l’université de Bordeaux, auteur de "Contre l'Europe de Bruxelles, Fonder un Etat européen, Ed Tatamis.

 

jeudi, 30 octobre 2014

Marx e Gentile: idealismo è rivoluzione

Marx e Gentile: idealismo è rivoluzione
 
 
Articolo pubblicato in «Il Primato Nazionale»
Ex: http://augustomovimento.blogspot.com
 
Il mondo non dobbiamo necessariamente accettarlo così com’è. L’uomo ha sempre la possibilità, grazie alla sua volontà creatrice, di trasformalo. È questo, in sostanza, il messaggio che ci viene dalla tradizione filosofica dell’idealismo. Ed è sempre questo il fil rouge lungo cui si dipana l’interessante volume di Diego Fusaro Idealismo e prassi: Fichte, Marx e Gentile (Il melangolo, pp. 414, € 35), uscito da qualche mese nelle librerie italiane.
 
L’autore, giovane filosofo torinese e ricercatore presso l’Università San Raffaele di Milano, è tra le altre cose il fondatore di filosofico.net, il sito internet in cui, volenti o nolenti, sono incappati quasi tutti gli studenti di filosofia. Fusaro inoltre, a dispetto dell’età, ha già dato alle stampe diverse e interessanti opere, come Bentornato Marx! Rinascita di un pensiero rivoluzionario (2009) e Minima mercatalia: filosofia e capitalismo (2012). Più in particolare, Fusaro appartiene a quella sinistra, purtroppo minoritaria, che ha come esponenti di punta il compianto Costanzo Preve e Gianfranco La Grassa. Quella sinistra cioè che, nell’epoca del dilagante trasformismo della sinistra «istituzionale», non ha rinunciato ai padri nobili della sua tradizione culturale e a una critica serrata dell’odierno capitalismo, ossia il capitalismo finanziario (o «finanzcapitalismo», secondo la definizione di Luciano Gallino).
 
Insomma il postcomunista Pd, rinnegando la sua storia, ha ceduto in tutto alle logiche del capitale, costituendone anzi una delle «sovrastrutture» ideologiche (per usare il linguaggio marxiano) con la sua bieca retorica del politicamente corretto e la paradossale difesa della legalità e delle regole (capitalistiche). Come direbbe Fusaro, si è passati da Carlo Marx a Roberto Saviano, da Antonio Gramsci a Serena Dandini.
 
Di qui la rivolta del giovane filosofo che, rileggendo Marx, offre una chiara interpretazione del pensatore di Treviri come nemico di ogni supina accettazione dell’esistente, ponendo in rilievo gli aspetti idealistici del suo pensiero. Di qui, anche, il rifiuto di ogni pensiero debole postmoderno e l’assunzione da parte della filosofia di una funzione interventista e attivistica. La filosofia, dunque, non più vista come mera erudizione estetizzante o come cane da guardia del «migliore dei mondi possibili», ma come strumento per trasformare la realtà. Una filosofia, insomma, che riacquista finalmente la sua dimensione epica ed eroica, come la intendeva Giovanni Gentile.
 
Diego Fusaro con il suo libro su Marx
Ed è proprio al filosofo di Castelvetrano e al suo rapporto con Marx che Fusaro dedica pagine importanti del suo nuovo libro, proponendo un’interpretazione certamente unilaterale del pensiero marxista, ma tutt’altro che illegittima. È in particolare il Marx delle Tesi su Feuerbach che emerge prepotentemente dall’opera di Fusaro: quel Marx che criticava il materialismo «volgare» dello stesso Feuerbach e che si concentrava maggiormente sul concetto di prassi – quella prassi che, contro ogni determinismo, era sempre in grado di rifiutare una realtà sentita come estranea per fondare un nuovo mondo. La prassi, quindi, come fonte inesauribile di rivoluzione.
 
Non è un caso, del resto, che sarà proprio Gentile a valorizzare il Marx filosofo della prassi, in quel famoso volume (La filosofia di Marx, 1899) che Augusto Del Noce indicò, non senza qualche evidente esagerazione, come l’atto di nascita del fascismo. Nonostante una ottusa damnatio memoriae che ancora grava su Gentile, ma che è già stata messa in crisi da molti autorevoli filosofi (Marramao, Natoli, Severino, ecc.), Fusaro riafferma la indiscutibile grandezza filosofica del padre dell’attualismo. Lo definisce giustamente, anzi, come il più grande filosofo italiano del Novecento. Non per una mera questione di gusto o di tifo, naturalmente, ma per un fatto molto semplice: tutti i filosofi italiani del XX secolo, nello sviluppo più vario del loro pensiero, si sono necessariamente dovuti confrontare con Gentile. «Gentile – scrive l’autore – sta al Novecento italiano come Hegel – secondo la nota tesi di Karl Löwith – sta all’Ottocento tedesco».
 
Fusaro, dunque, ricostruisce tutto quel percorso intellettuale che da Fichte, passando per Hegel e Marx, giunge sino a Gentile che, non a caso definito Fichte redivivus da H. S. Harris, chiude il cerchio. Di qui l’interpretazione dell’atto puro di Gentile alla luce della prassi marxiana, così come, per converso, la lettura di Gramsci come «gentiliano» che ha conosciuto Marx filtrato dal filosofo siciliano. Tesi, quest’ultima, tutt’altro che nuova (pensiamo anche solo ai recenti lavori di Bedeschi e Rapone), ma che ancora non ha fatto breccia negli ambienti semi-colti del «ceto medio riflessivo» che legge Repubblica, ripudia Gramsci e ha per guru Eugenio Scalfari.
 
Il Palazzo della civiltà italiana o della civiltà del lavoro,
comunemente noto come «colosseo quadrato» (Eur, Roma)
Ad ogni modo, non mancherebbero le obiezioni ad alcune tesi di Fusaro sul rapporto di Gentile con Marx, dal momento che l’autore non tiene nel minimo conto gli elementi mazziniani e nietzscheani del pensiero del filosofo attualista, così come manca qualsiasi riferimento alle correnti culturali del fascismo che provenivano dal socialismo non marxista e che non mancarono di influenzare Gentile. Mi riferisco, in particolare, al sindacalismo rivoluzionario (A. O. Olivetti, S. Panunzio) e al socialismo idealistico dello stesso Mussolini: quel socialismo, cioè, che aveva scoperto che rivoluzionaria non era la classe, ma la nazione. Mi riferisco, inoltre, alle giovani leve degli anni Trenta che volevano edificare la «civiltà del lavoro», glorificata dal fascismo con il cosiddetto «colosseo quadrato» che campeggia tra le imponenti costruzioni dell’Eur.
 
Senza Mazzini e gli altri «profeti» del Risorgimento, del resto, non si potrebbero comprendere gli elementi nazionali del pensiero gentiliano, così come il significato che Gentile dava al termine «umanità». Far discendere l’«umanesimo del lavoro» di Genesi e struttura della società (1946, postumo) da un «ritorno» di Gentile a un confronto con Marx, come fa Fusaro, è dunque possibile solo se si prescinde deliberatamente da tutto il dibattito che la cultura fascista sviluppò negli anni Trenta, con Ugo Spirito, Berto Ricci e Niccolò Giani. E in questo senso allora sarebbe anche possibile interpretare l’umanesimo gentiliano in senso egualitarista. Ma lo stesso Gentile, in alcuni importanti interventi, ha chiarito come intendeva l’universalità (e non l’universalismo), che doveva basarsi sul concetto romano di imperium e su una missione civilizzatrice dell’Italia (e qui ritorna Mazzini), come messo ben in evidenza da Gentile nel fondamentale articolo Roma eterna (1940). Un’universalità verticale, quindi, intesa come ascesa, e non un universalismo orizzontale e azzeratore delle differenze in nome di un’astratta concezione di uomo, avulsa da qualsiasi contesto storico e culturale concreto. In questo senso, dunque, l’umanesimo gentiliano è fondamentalmente sovrumanismo, come lo ha magistralmente descritto Giorgio Locchi.
 
Giovanni Gentile
Anche sul concetto di «apertura della storia», su cui giustamente insiste il Fusaro, bisognerebbe intendersi. D’altronde, già Karl Löwith sottolineò, nell’immediato dopoguerra, il messianismo intrinseco alla filosofia della storia marxiana. Secondo la teoria scientifica, infatti, il proletariato, ottenuta la coscienza di classe grazie allo sfruttamento capitalistico, avrebbe dovuto, per il tramite dell’azione del partito comunista, abolire le classi e lo Stato, ristabilendo le condizioni dell’Urkommunismus, sebbene in una forma «arricchita», con tutti i vantaggi, cioè, della moderna tecnologia. In questo senso, il marxismo lavorava anch’esso per l’uscita dalla storia che, invece di coincidere con la planetaria democrazia liberale di Francis Fukuyama, avrebbe istituito l’agognata società comunista e la fine di ogni volontà storificante dell’uomo.
 
Ad ogni modo, queste brevi e sintetiche obiezioni non vogliono in alcun modo sminuire l’eccellente opera di Fusaro, che è invece quanto di meglio si possa leggere oggi in un desolante contesto politico e culturale totalmente appecoronato alle logiche demoliberali, mondialiste e finanzcapitalistiche. La rilettura di Marx in senso idealistico, anzi, ha un innegabile merito: riportare al centro dell’azione politica la volontà creatrice dell’uomo, che scaturisce dalla sua libertà storica. È, in altri termini, il ritorno della filosofia a un approccio rivoluzionario alla realtà. Filosofia non più intesa come glorificazione dell’esistente, ma come motore di storia. Il che, si converrà, se non è tutto, è certamente molto.

mercredi, 29 octobre 2014

Pour ou contre le libéralisme

NI DROITE ... NI GAUCHE ?
 
Pour ou contre le libéralisme
 
Yannick Sauveur*
Ex: http://metamag.fr

 

Que les clivages droite / gauche aient eu historiquement un sens est indéniable. Mais il y a bien longtemps qu'ils ont perdu leur signification originelle. Aujourd'hui, il faut bien le reconnaître qu'est ce qui différencie la droite de la gauche, toutes deux s'étant ralliées au libéralisme et défendant alternativement les mêmes politiques et ce, depuis au moins 1983.

En réalité, la distinction est (était) pour le moins schématique si on considère qu'il y a (ce qui n'est pas nouveau) des droites et des gauches. On le voit bien, du reste, sur la question européenne où le clivage traverse la droite et la gauche en leur sein. Pour notre part, et tout en partageant depuis longtemps l'idée développée par José Ortega y Gasset selon laquelle être de gauche ou être de droite, c'est choisir une des innombrables manières qui s'offrent à l'homme d'être un imbécile : toutes deux, en effet, sont des formes d'hémiplégie morale. (La révolte des masses), nous pouvons nous sentir et de droite et de gauche selon les domaines.

zzz9782070443826FS.gifNous ne partageons pas l'idée selon laquelle il y aurait la vraie gauche et la fausse gauche. Cela a été dit aussi de la droite, celle-ci étant accusée par certains de faire une politique de gauche. Ces notions trop galvaudées sont trompeuses et doivent être abandonnées. On ne manquera pas de nous objecter que le "Ni droite ni gauche" a un air de déjà vu et que cela rappellerait des thèmes en vogue dans les années 30. C'est évidemment très réducteur et occulte un peu facilement la diversité des courants représentés par ce qu'on appelé les non conformistes des années 30. On peut voir du fascisme partout à l'instar de Zeev Sternhell (Ni droite ni gauche L'idéologie fasciste en France) mais ce n'est pas très sérieux. Si être anti Système c'est être fasciste alors notre pays est majoritairement fasciste !! Le fascisme c'est FINI. Il est mort en 1945 et qu'on le laisse en paix. La réalité, c'est tout simplement que le peuple dans son infinie diversité ne se reconnaît plus dans ses élites et aspire (confusément sans doute) à un sursaut de salut public.

La ligne de fracture doit être : Pour ou contre le libéralisme 

Les élites (ou pseudo-élites), les intellectuels (ou prétendus tels), les média, les leaders d'opinion se sont tous ralliés au libéralisme, celui-ci pouvant recouvrer diverses appellations : gauche moderne, social-démocratie, centre, droite réformiste, ultralibéralisme, néolibéralisme (lequel n'est ni plus ni moins qu'un archéo libéralisme). Depuis plus de 30 ans, après plusieurs alternances, nous avons toujours plus de chômage, de désindustrialisation, de délocalisations, de privatisations.

Les système communiste et fasciste ont échoué piteusement et ont disparu. A part quelques nostalgiques, qui songerait à les voir réapparaître ? Un seul système subsiste, Le LIBÉRALISME. Bien qu'ayant échoué partout, il est toujours là. Le personnel politique qui s'en réclame est totalement discrédité en raison de sa médiocrité (incapacité à imaginer autre chose que le Système qui le fait vivre, incapacité à régler les problèmes du moment), sa dépendance à l'égard des lobbies, des organismes internationaux voire des Etats étrangers et l'affairisme voire la corruption qui entoure le personnel politique et ses affidés. Cela n'empêche pas ces "gouvernants", loin s'en faut, de donner des leçons de morale au monde entier.

Malgré (ou sans doute en raison de) la diversité de nos origines, nous n'avons RIEN à voir avec ce Système et tout ce qu'il représente. Système mortifère s'il en est, détruisant tout là où il passe, à commencer par des vies humaines.

Aussi, faut-il ROMPRE avec le Système en place et créer les conditions d'une vraie ALTERNATIVE. Est il besoin de préciser que ledit Système n'a plus aucune légitimité. Largement minoritaire (cf. les résultats électoraux aux dernières élections européennes), il ne représente plus le peuple. Ce système à bout de souffle est arrivé au plus haut point de sa vulnérabilité.

Ce Système a un guide : ce sont les Etats-Unis qui au nom de la démocratie, de la Liberté, des Droits de l'homme prétendent régenter le monde et donner des leçons de morale. Mais cette morale a un visage : ce sont des centaines de milliers de morts partout où les avions US viennent apporter la "liberté" (Yougoslavie- Afghanistan-Libye-Irak pour n'en citer que quelques uns. Ce visage de la première "démocratie" ce sont aussi quelques chiffres :
- 48 % des Américains sont considérés comme ayant de "faibles revenus" ou vivant dans la pauvreté,
- Selon Paul Osterman , environ 20 % des adultes travaillent pour une rémunération du seuil de pauvreté,
- En 1980, moins de 30 % des emplois aux USA étaient à bas salaires. Aujourd'hui, plus de 40 % des emplois sont à bas salaires,
etc ... etc ...

La vérité c'est que les USA sont d'abord et surtout la première puissance militaire du globe. Il est bien clair par conséquent que la ligne de clivage exposée ci-dessus en recoupe inévitablement une autre, à savoir les partisans de l'INDÉPENDANCE de l'Europe contre les partisans de l'inféodation à l'Empire.

* responsable du blog Le blanc et le Noir

 

vendredi, 24 octobre 2014

Plaidoyer pour l’histoire et la géographie

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LE REEL, MATRICE DE L’ANALYSE GÉOPOLITIQUE

Plaidoyer pour l’histoire et la géographie

Jean-François Fiorina*
Ex: http://metamag.fr
L’actualité suggère de s’intéresser à deux disciplines soeurs, l’histoire et la géographie, parfois quelque peu méprisées par les décideurs alors qu’elles sont indispensables à toute analyse géopolitique sérieuse. Les 3 et 5 octobre derniers, le 25e Festival International de Géographie de Saint-Dié-des-Vosges avait retenu pour thème « Habiter la Terre », en partenariat avec Diploweb.com.

Et jusqu’au 12 octobre 2014 se sont ouverts, les Rendez vous de l’Histoire de Blois. Avec pour sujet de cette 17e édition « Les Rebelles », et une affiche qui fait indubitablement penser à l’ouvrage majeur d’Ernst Jünger, Traité du rebelle. Des manifestations qui ont su trouver leur public, attestant d’un intérêt toujours vif pour l’histoire et la géographie. Lesquelles apparaissent aussi comme de précieuses clés d’interprétation du réel. A fortiori lorsque les événements semblent s’accélérer et le monde renouer avec son instabilité naturelle.

« Un État fait la politique de sa géographie »,  pensait Napoléon. « C’est une évidence pour qui observe l’histoire des relations internationales », confirme Olivier Zajec dans Les secrets de la géopolitique (Tempora, 2008) – un petit ouvrage très éclairant réédité l’année dernière chez Artège. Saint-Cyrien et diplômé de Sciences Po Paris, agrégé et docteur en histoire, enseignant aujourd’hui à l’Université Lyon III, Zajec propose d’approcher la géopolitique par un retour aux sources, aux fondamentaux de la discipline : « La géopolitique étudie les inerties physiques et humaines qui affectent le comportement interne et externe des États. Elle éclaire ainsi les fondements politiques des actions pacifiques ou guerrières qui, par la conquête ou la défense de territoires, cherchent à assurer, par le biais de stratégies militaires, économiques et politiques, la pérennité d’une communauté dans l’Histoire ».

La géographie, premier outil d’analyse géopolitique

Contrairement à ce qu’elle a pu être parfois dans le passé, et aujourd’hui encore chez des auteurs anglo-saxons, la géopolitique ne se confond pas avec le déterminisme – que celui-ci soit de nature géographique ou historique. Toujours, les hommes font l’histoire et contribuent à modeler leur environnement.

Il existe cependant des permanences et des contraintes qu’imposent les conditions naturelles. Ce n’est pas un hasard si c’est un géographe qui a réintroduit la géopolitique en France (cf. CLES HS n°38, entretien avec Yves Lacoste, 09/2014), ni si l’ouvrage de géopolitique qui a été le plus remarqué récemment est La revanche de la géographie de Robert D. Kaplan.

Dans Les secrets de la géopolitique, Olivier Zajec rappelle que les principaux outils d’analyse géopolitique sont issus de la géographie physique, autour de deux dualités structurantes : celle de l’ouverture ou de la fermeture des espaces (renvoyant aux notions d’enclavement et de frontières), et celle de la terre et de la mer (où l’on retrouve l’influence géopolitique de l’insularité, des isthmes et détroits, des routes maritimes et canaux, jusqu’à l’avènement de « systèmes-mondes maritimes »). « Dans le système maritime et océanique, on remarque des domaines – lacs intérieurs, mers fermées – particulièrement denses du point de vue géopolitique. Ces espaces ‘saturés,’ constellés d’archipels et d’îles, concentrent les jeux de puissance et d’influence des États riverains et des puissances maritimes mondiales ».

Ainsi de la Mer des Caraïbes, considérée par Washington comme un « lac américain », du Golfe persique, où s’exprime la vieille « rivalité géo-historique entre Perses et Arabes » sur fond de jeu pétrolier mondial, ou encore de la Mer de Chine méridionale, où « s’entrelacent d’innombrables îles et archipels, au croisement des routes d’approvisionnement en hydrocarbures de toute l’Asie, et des cultures chinoise, malaise et vietnamienne » – théâtre d’une stratégie chinoise aujourd’hui en pleine expansion.

Si le contentieux avec le Japon autour des îles Senkaku (Diaoyutai en chinois) est connu, Pékin s’écharpe aussi avec tous les pays riverains à propos des îles Spratly (Nansha pour les Chinois) et de l’archipel des Pratas (Dongsha), ainsi qu’avec le Vietnam et Taïwan pour les Paracels (Xisha)…

N’en déplaise à Alfred Korzybski, on serait tenté de penser que la carte fait bien le territoire. Justement parce qu’elle en est une représentation. Il suffit parfois de changer l’angle de son regard pour voir apparaître une autre réalité. Ainsi, la dernière livraison de la revue Conflits (n°3, octobre-novembre-décembre 2014) propose un article consacré au réveil de la Chine, de l’Inde et de la Russie dont l’illustration est une carte intelligemment centrée sur l’immense région que ces trois pays forment ensemble. Où apparaît de manière crue toute la puissance potentielle, notamment au regard de l’isthme occidental européen, de ce Heartland eurasiatique déjà repéré par Mackinder au début du XXe siècle. Mais aussi le sentiment d’encerclement que peuvent nourrir ces nations face aux territoires contrôlés par les États-Unis et de leurs alliés militaires (OTAN, Thaïlande, Philippines, Corée du Sud et Japon). Un « complexe obsidional » qui explique bien mieux que tout argument idéologique l’opposition du Kremlin, par exemple, à l’élargissement de l’OTAN, ou sa volonté récemment exprimée de renforcer encore ses relations économiques et commerciales avec la Chine voisine.

Géopolitique : constantes et changements dans l’Histoire

« La géographie est la fille de l’histoire », estimait au début du XXe siècle le géographe Paul Vidal de la Blache. De fait, les deux matières sont intimement imbriquées, tout particulièrement dans l’effort d’analyse géopolitique. Il s’agit ici de dépasser l’histoire événementielle, voire l’événement lui-même – ou ce qui se prétend tel -, pour puiser plus en profondeur la généalogie de ce qui advient. L’histoire, d’un point de vue géopolitique, est braudélienne par essence.

C’est dans sa thèse sur La Méditerranée et le monde méditerranéen à l’époque de Philippe II, publiée en 1949, que Fernand Braudel introduit la notion des « trois temps de l’histoire ». Le premier est un temps quasi structural, presque « hors du temps », où s’organisent de façon immémoriale les rapports de l’homme et du milieu. Le deuxième temps est animé de longs mouvements rythmés : c’est celui des économies et des sociétés.
Le dernier temps est celui de l’événement – ce temps court qui monopolise l’espace médiatique mais ne constitue qu’« une agitation de surface » dans la mesure où il ne fait sens que par rapport à « la dialectique des temps profonds ». Pour Braudel, à raison, c’est en effet le temps long qui importe le plus, car c’est dans la longue durée historique que se comprennent réellement les événements.

C’est notamment ce qui explique, au moins pour partie, la pugnacité des conflits qui ont déchiré l’ex-Yougoslavie, ainsi que l’opposition de Belgrade à l’indépendance du Kosovo. Comme l’explique Olivier Zajec :« Les hommes ont toujours été prêts à se battre pour le prestige ou les souvenirs attachés à tel ou tel espace ou haut lieu : le Kosovo n’est pas une région riche ou géographiquement très stratégique, mais les Serbes le regardent comme le berceau de leur Histoire ; mentalement, il devient pour eux inaliénable ».

De même, l’agitation actuelle à Hong Kong s’explique par l’attachement de la population locale au statut très particulier et « non chinois » de ce territoire minuscule – héritage direct de l’histoire coloniale britannique.

Temps et lieux, les « deux mamelles » de l’analyse géopolitique

Il existe bien sûr bon nombre de facteurs qui peuvent expliquer les événements géopolitiques – lesquels ne sont jamais « monocausaux ». L’identité et la dynamique démographique des peuples en premier lieu, la religion et plus largement les constructions ou représentations idéologiques aussi, les facteurs économiques bien sûr, la volonté ou la faiblesse des hommes enfin. Mais peut-on prétendre que ces facteurs n’ont aucun lien entre eux, ni surtout avec l’histoire et la géographie, c’est-à-dire avec le temps et le lieu – le contexte – qui les font naître ?

Ainsi de l’économie, dont on sait par ailleurs depuis longtemps la relation qu’elle entretient avec les stratégies de puissance des États. Dès le XVIe siècle, le navigateur anglais Walter Raleigh affirme : « Qui tient la mer tient le commerce du monde, qui tient le commerce tient la richesse ; qui tient la richesse du monde tient le monde lui-même ». Quelle plus belle preuve de l’intégration naturelle des préoccupations économiques à l’analyse géopolitique ?

Pour Olivier Zajec, la géoéconomie s’apparente d’ailleurs à une « géopolitique des ressources », c’est-à-dire à une quête de l’accès aux ressources telles que le pétrole, l’eau, les minerais, les terres rares…«Territoires, populations, richesses : même si la mondialisation fluidifie et complique les appartenances et les réseaux, on en revient systématiquement pour les États à la notion de ‘contrôle’. Les matières premières par exemple, de plus en plus prégnantes dans une économique mondialisée avide de consommer, sont liées indissolublement au territoire et à son contrôle étatique ».

Ce qui permet notamment à Christian Harbulot d’analyser ainsi la nature des rapports de forces à l’oeuvre sur l’échiquier géoéconomique (La machine de guerre économique, Economica, 1992)  : « La guerre économique ressemble à toutes les guerres. Un peuple est d’autant plus motivé à se battre qu’il défend sa terre nourricière ». « Labourage et pâturage sont les deux mamelles de la France », aimait à répéter Sully.

C’est pour paraphraser l’ami et le ministre du roi Henri IV, qui est aussi le restaurateur de la concorde dans le royaume, que nous pouvons affirmer sans crainte d’être démentis que l’histoire et la géographie sont les deux mamelles de la géopolitique. Et que la géopolitique, comme voie d’accès à une connaissance fine de la réalité, de la complexité et de la diversité du monde, ça sert aussi à faire la paix !

Pour aller plus loin :
Introduction à l’analyse géopolitique, par Olivier Zajec, Argos Editions, 140 p., 28 € ;
Grammaire des civilisations, par Fernand Braudel, Champs Flammarion, 752 p., 12 € ;
Dictionnaire de géopolitique, par Yves Lacoste, Flammarion, 1993 (épuisé),
Dictionnaire de géopolitique et de géoéconomie, sous la direction de Pascal Gauchon, coordonné par Sylvia Delannoy et Jean-Marc Huissoud, Puf, 564 p., 49 €.

jeudi, 23 octobre 2014

Machiavelli in België: de particratie en haar trukendoos

Door: Paul Muys

Machiavelli in België: de particratie en haar trukendoos

Op het moment dat Charles Michel voor de camera's bevestigt dat er een regeerakkoord is, stelde professor-emeritus politologie Wilfried Dewachter een paar honderd meter verderop in het Vlaams Parlement zijn boek over de Belgische particratie voor. Met onderbouwde argumenten en grondige kennis van 30 jaar politiek reilen en zeilen noemt hij die particratie een regelrechte schande.

Verontwaardiging en ergernis, maar ook geloof in wat democratie kan en moet zijn. Dat zijn de motieven die Wilfried Dewachter, hebben aangezet tot het schrijven van zijn boek over De trukendoos van de Belgische particratie. Een Europese schande (Pelckmans, 285 blz.). De emeritus-hoogleraar, dertig, veertig jaar al bevoorrechte getuige van de politieke gang van zaken in ons land, had liever een heel ander soort bestel gezien, dat ons behoed had voor de situatie waarin we nu bijna zonder het te weten verzeild zijn geraakt. Alhoewel, indicatoren van de politieke decadentie zijn er te over. De doorsnee-burger wéét dat onze parlementaire democratie niet werkt, dat de staatshervorming, hoewel nog in de steigers, een misbaksel is. Hij keert zich af van de vriendjespolitiek en de partijpolitieke benoemingen (tenzij hij tot de groeiende groep begunstigden behoort). Hij kijkt weg wanneer hij iets verneemt van de vleespotten waaraan de Parteiangehörigen zich gretig te goed doen. De gemiddelde Vlaming brengt braaf zijn stem uit, ziet mensen aan de macht komen voor wie hij niet gekozen heeft, of zelfs niet kón kiezen, hoort beloften die niet worden gehouden. De onverschilligheid waarin dit resulteert is groot en een droevige zaak. De antipolitieke sentimenten zijn ook niet ongevaarlijk.

Partijen en particratie

Maar zie, daar is dit boek waarin Wilfried Dewachter een diagnose brengt en remedies aanreikt, vooral door te verwijzen naar buitenlandse voorbeelden.

De politieke partijen hebben zich de macht toegeëigend. Al beroepen ze zich graag op de Belgische grondwet, voor hen is die inderdaad niet meer dan het ‘vodje papier’ waarover Leo Tindemans het destijds had toen hij het ontslag van zijn regering indiende. Artikel 42 van de grondwet luidt dat de leden van beide Kamers de Natie vertegenwoordigen en niet enkel degenen die hen hebben verkozen. Dat klopt niet echt. Voortaan lezen we beter: ‘De leden van beide Kamers vertegenwoordigen enkel de partijleiders die hen hebben laten verkiezen tot zogenaamde parlementsleden, door ze in nuttige volgorde op hun kandidatenlijsten te plaatsen. Zij volgen de steminstructies van hun leiders getrouw op , binnen hun taalgroep. Hun mandaat reikt niet tot in de andere taalgroep.’

Al zegt de grondwet over de partijen helemaal niets, ze bestáán, ze zijn nuttig en nodig in een goed functionerende democratie. Maar dat een democratie zichzelf kan vernietigen wist Jean-Luc Dehaene al. Partijen willen steeds meer macht, tot ze het eindpunt bereikt hebben en de democratie uitschakelen, of haar reduceren tot een leeg, hooguit symbolisch ritueel. In plaats van een middel, zijn de partijen volop bezig een doel op zich te worden, gebrand op macht, inkomen en status, op MIS : een herhaaldelijk in dit boek terugkerend letterwoord. Ze hebben de macht vrijwel helemaal naar zich toegetrokken. De democratie is een particratie geworden.

De laatste beslissende aanslag op onze toch al amechtige democratie gebeurde tersluiks, ‘en stoemelings’ in de marge van de onderhandelingen over de Zesde Staatshervorming. ‘Met acht mensen hebben we de staatshervorming onderhandeld. In het parlement voerde iedereen nadien een show op’, dixit de toenmalige sp.a-voorzitster. Een onthutsende en cynische mededeling, schijnbaar argeloos gedebiteerd door Caroline Gennez.

Free, fair & frequent elections: dat kennen we hier niet

Zo werd en petit comité niet de Senaat, maar werden wél de Senaatsverkiezingen afgeschaft. De Hoge Vergadering is een machteloze praatbarak. Men had daarom, zo pleit Dewachter, beter de 40 (tot 2010 bovendien rechtstreeks verkozen!) senatoren naar de Kamer overgeheveld, te meer omdat een eenkamerstelsel performanter zou zijn dan een tweekamerstelsel. Maar daar hadden Di Rupo en zijn zeven kompanen geen oren naar. De rechtstreekse verkiezing van de senatoren werd afgeschaft omdat die te duidelijk de echte wil van de kiezer aan het licht bracht, die zo in zekere mate richting gaf aan de regeringsvorming. Als men de score van 25 mei van Bart De Wever in de kieskring Antwerpen extrapoleert naar heel Vlaanderen zou hij uitgekomen zijn op zo’n 950.000 stemmen, ‘wat zelfs door een kloeke particratie niet kan worden opzij geschoven’. Afschaffen dus die handel!

Voorts werden alle verkiezingen (op die voor gemeente- en provincieraden na) op één hoop gegooid, iets waarvoor de federale legislatuur diende verlengd tot vijf jaar. Volgens Dewachter komt dit neer op ‘de versterking van de houdgreep van de traditionele macht op de gewesten en de gemeenschappen.’

Er volgde ook een reeks ‘niet-beslissingen’ : er komt geen federale kieskring, de stemplicht blijft behouden (inclusief de boetes voor wie niet opdaagt) en ook zullen in een parlement verkozen ministers zich als vanouds kunnen laten vervangen door ‘tijdelijke’ opvolgers, in plaats van door de kandidaat die na hem/haar het hoogste stemmenaantal binnenhaalde.

Dit alles gebeurde zonder voorafgaand referendum, zonder een andere verkiezing. Terwijl toch deze aspecten van de staatshervorming de democratische mogelijkheden van de kiezers afbouwen. Ongelooflijk dat men dit zo maar liet gebeuren.

Door het afzien van een federale kieskring ‘verschrompelt’ het Belgisch federalisme of wat daarvoor moet doorgaan tot een provinciaal systeem met 10 + 1 kieskringen.

Deze wetswijzigingen en niet-beslissingen, stelt Dewachter, waren helemaal niet nodig voor de zesde staatshervorming, Integendeel, ze werken de overdracht van middelen en bevoegdheden zelfs tegen. ‘Sterker nog: deze maatregelen houden het federalisme onder controle van de particratie.’

Daarom was de stembusgang van 25 mei 2014, de ‘moeder van alle verkiezingen’ àlles, behalve een feest van de democratie, al hebben we toen in totaal zes parlementen ‘verkozen’. Maar neem nou nog maar alleen de federale Kamer. Hoeveel van de 150 vertegenwoordigers heeft u er kunnen kiezen? Afhankelijk van de provincie waren dat er hooguit een goede 20. De 63 Franstalige Kamerleden heeft u alleszins niet verkozen, net zomin als onze Waalse landgenoten ook maar iets te zeggen hadden over de Vlaamse kandidaten. Meer nog, als een verkozene geroepen wordt tot andere verantwoordelijkheden, versta: een ministerpost of zo, dan laat hij zijn zetel nog steeds aan de opvolger. De verkiezingen zijn ook al voor de helft beslist (wie mag kandideren en op welke plaats krijgt hij/zij op de lijst, op welke financiële steun kan hij rekenen, in ruil waarvoor ?) nog voordat de kiezers één stembiljet in handen krijgen.

Die kiezer brengt dus zijn stem uit (op straf van boete !, dat terwijl haast alle landen de stemplicht allang hebben afgeschaft), maar dat is niet meer dan een rituele handeling. ‘Les électeurs s’expriment, et puis on ferme la porte’, dan is de particratie aan zet, dat is al jaren zo, al mislukt dat soms wel eens. Tenminste één Franstalige partij heeft het ‘Nooit met de N-VA’ achteraf moeten inslikken. Als negatie van de wil van de kiezer kon die oekaze in elk geval tellen.

We zijn al van in 1978 een confederatie !

De ene kieskring werd al in 1978 gesaboteerd door de Franstalige partijen die het initiatief namen tot afsplitsing van de unitaire partijen. Van dan af zijn de Franstalige partijen de bescherming van de minderheid uit de eerste staatshervorming van 1970 gaan misbruiken als veto’s (de ‘wetten met bijzondere meerderheid in elke taalgroep’) met politieke verlamming als gevolg. Dewachter spreekt van de vierendeling van het parlement, waardoor het door toedoen van de particratie monddood wordt gemaakt. Want in een extreem geval zou 17 % van de stemmen (ongeveer PS + cdH) in het federaal parlement volstaan om de meerderheid van 83% te blokkeren. Met deze ‘bijzondere wetten’ is een nieuwe Belgische grondwet geschreven (er is ook al herhaaldelijk gebruik van gemaakt): ‘deze van de onveranderlijkheid, van de eeuwige veto-capaciteit’ (…). ‘Niet de NVA splitst het land,’ zo stelt Dewachter, ‘maar lang geleden scheurden de Franstalige partijen het al in tweeën, bij hun (1) afscheuring van de nationale partij , en (2) hun misbruik van de minderheidsbepalingen van 1970 als veto’s’. Natuurlijk, wanneer dat de PS zo uitkomt wordt gedreigd met een ‘institutionele atoombom’. Een voorbeeld hiervan is de overheveling in 1991 van de controle over de wapenuitvoer, een federale bevoegdheid, naar beide gewesten, zonder boe of ba opgelegd door de Franstalige socialisten. Zo confederaal hebben de Vlamingen het tot nu toe nooit gespeeld.

‘België’, aldus Dewachter, ‘is verworden tot een non state, tot een anarchie, in de betekenis van afwezigheid van doorslaggevend beleid.’

De ene kieskring is belangrijk en wenselijk. Maar is hij ook mogelijk ?

We hádden tot 1970 al een federale kieskring. Bedoeld wordt: een nationale kiesinzet met dezelfde keuzemogelijkheden voor alle 7 miljoen Belgische kiezers. Dat veronderstelt dat alle kandidaten zich presenteren voor de hele kieskring, dat alle kiezers dezelfde keuze hebben tussen de programma’s die de partijen via deze kandidaten voorstellen en tussen de mogelijke oplossingen. De stem van elke kiezer dient even zwaar te wegen. Op die manier kunnen de burgers rechtstreeks hun regering verkiezen, bijvoorbeeld naar analogie met de Franse presidentsverkiezingen. In een eerste ronde stellen de partijen hun kandidaat-premier voor. In de tweede ronde komen de twee kandidaten die de meeste stemmen kregen tegen elkaar uit. Vóór de tweede ronde werken die een voorstel tot federale regering uit met haar programma. Eén van beiden behaalt de absolute meerderheid en is vrijwel onmiddellijk klaar om te besturen. De kiezer voelt zich op die manier direct bij de keuze betrokken en kan de regering als ze hem tegenvalt bij een volgende verkiezing doen vallen. Dat gebeurt in heel wat landen min of meer zo. Na een stembusgang duurt het in het Verenigd Koninkrijk hooguit een dag of twee voor de nieuwe regering aantreedt.

Deze gang van zaken is natuurlijk te onvoorspelbaar voor de particraten. Die hebben dan ook de mogelijkheid tot vorming van de ene kieskring zonder meer afgeschaft. Maar op het Vlaamse en het Waalse niveau ligt dat anders. ‘De deelstaten krijgen de morele opdracht om de democratie in België nog enigszins te redden, indien België binnen het Europese beschavingspatroon nog wil kunnen functioneren.’ Dit is voor de Vlaams regering en het Vlaams Parlement een uitdaging van jewelste. Toch zou het niet voor het eerst zijn dat beslissingen worden genomen tegen de grondwet in. Dat deed Albert I toen hij het algemeen enkelvoudig stemrecht invoerde. Dat deed België toen het volwaardig en stichtend lid werd van NAVO en EGKS. Dat deed ook Achiel Van Acker, die zijn kolenslag won door stakingen te breken en krijgsgevangenen in de steenkoolputten te laten afdalen, en die via besluitwetten de sociale zekerheid liet uitbouwen. En waar hadden Wilfried Martens en Jean-Luc Dehaene in de jaren ‘80 gestaan zonder ‘bijzondere machtsbesluiten’ ?

Laten we hopen dat de hoofdarchitect van onze nieuwe regeringen, onmiddellijk na zijn terugkeer uit Shanghai dit – overigens uiterst leesbare – boek ter hand neemt, of tenminste één van zijn naaste medewerkers opdraagt het grondig door te nemen. 

 
Titel boek : De trukendoos van de Belgische particratie
Subtitel boek : Een Europese schande
Auteur : Wilfried Dewachter
Uitgever : Pelckmans
Prijs : 21.5 €
ISBN nummer : 978 90 289 7972 7
Uitgavejaar : 2014

samedi, 18 octobre 2014

Les États des peuples et l'empire de la nation

Archives - 2000
 
Les États des peuples et l'empire de la nation
 
par Frédéric KISTERS
 
Armee_arcConstantinSud.jpgIl existe une confusion permanente entre le mot « nation » qui désigne une association contractuelle de personnes liées à une constitution et la notion de « peuple » qui renvoie à une identité, c’est-à-dire un fait donné, une appréhension de soi résultant de l’histoire. Le peuple est donc le produit du déterminisme — nous ne décidons pas de notre appartenance —, tandis que la nation est le résultat volontaire d’un choix — nous élisons notre citoyenneté.
 
Peuples et Nation
 
Le peuple est un produit de l’histoire dont les membres ont le sentiment de partager un passé et des valeurs communes. Pour le définir, on utilise généralement 4 critères principaux : la langue, la culture, le territoire, les relations économiques. Isolé, aucun de ces critères ne semble suffisant. Si l’on octroyait le rôle principal à la langue, il faudrait en conséquence accepter que les Français, les Suisses romans, les Québécois ainsi que les francophones de Belgique et d’Afrique forment un peuple. Pareillement, les Flamands et les Néerlandais ne se sentent-ils pas de culture différente ? Dans la culture, nous intégrons la religion qui en est un des aspects. De plus, la culture influe sur la manière de vivre la religion : les Albanais et les Arabes saoudites ont des visions très différentes de la foi musulmane. La plupart des peuples occupent un territoire plus ou moins cohérent ; il est en effet difficile de maintenir des liens sans proximité. Il faut toutefois noter quelques exceptions telles que les Juifs avant la création d’Israël ou les tribus nomade. De même, les populations immigrées maintiennent un communauté et conservent des liens étroits avec leur patrie d’origine. Enfin, l’existence d’un peuple suppose des relations économiques privilégiées entre ses membres. L’ensemble de ces traits devrait permettre d’esquisser les linéaments de l’idiosyncrasie d’un peuple ; pourtant, son image apparaît souvent floue, parce que critères utilisés pour en préciser les contours ne sont pas assez formels. En réalité, un sujet qui a une histoire ne peut se définir, puisqu’il se modifie sans cesse.
 
Quant à la nation, selon la définition de Sieyès (1), elle est une communauté légale qui possède la souveraineté. Si l’expression « la nation est une et indivisible » signifie que l’ensemble de ses membres détient la souveraineté et que chacun se soumet aux mêmes lois, elle n’implique toutefois pas nécessairement que les citoyens habitent dans un territoire circonscrit ou aient des relations économiques. Les étrangers qui n’adoptent pas la citoyenneté de leurs pays d’accueil ne sont pas des citoyens à part entière, même s’ils jouissent d’une partie des droits civiques. Une communauté de langue et de culture n’induit pas non plus une citoyenneté partagée. Enfin, la nation a conscience de son existence et puise dans son histoire les éléments symboliques qui renforcent sa cohésion, expliquent ses avatars et justifient l’intégration d’individus ou de peuples étrangers.
 
Deux conceptions du nationalisme
 
Par conséquent, le terme nationalisme possède deux acceptions contradictoires selon qu’il se réfère à l’idée de peuple ou à la notion de nation. Dans le premier cas, il fait appel au sang, au sol, aux ancêtres, au passé, c’est un nationalisme de l’héritage qui se réduit souvent à un fallacieux sentiment de supériorité sur les autres et qui, de plus, porte sur un objet de taille limitée. Par ailleurs, peu de choses distinguent le nationalisme du régionalisme qui désigne un sentiment semblable projeté sur un objet plus restreint. Dans le second cas, il transcende l’individu et l’arrache au déterminisme de son milieu. On adhère de manière volontariste à la nation pour réaliser un projet en commun, mais on appartient au peuple de ses parents. Au contraire, la nation possède une faculté d’extension illimitée, car elle peut toujours accueillir de nouveaux membres en dehors des considérations de naissance. Notons enfin que ces deux formes de nationalisme peuvent plus ou moins se recouper et se renforcer au sein d’un même État.
 
État et Empire
 
Pour accéder à la souveraineté, le(s) peuple(s) doive(nt) constituer une nation et se donner une structure : l’État qui arbitre les intérêts contradictoires des citoyens, assure leur sécurité et rationalise le devenir de la société. Dans l’histoire, nous rencontrons deux grands types d’États ; d’une part, ceux issus d’un peuple qui avait une conscience subjective de sa réalité et qui se sont dotés d’une structure objective — l’État français par ex. ; d’autre part, les nations forgées au départ de peuples épars, tel que l’Autriche-Hongrie, qui portent souvent le nom d’Empire. Dans les deux situations, il faut à l’origine une volonté agrégative qui peut être incarnée par un monarque, une institution ou un peuple fédérateur.
 
En réalité, jamais l’État-nation n’a coïncidé dès son origine avec une exacte communauté de langue et de culture. Le préalable n’est pas l’unité culturelle ; au contraire, c’est la nation qui unit le(s) peuple(s) et non l’inverse. L’État, par l’action de son administration centralisée et de son enseignement, harmonise les idiomes et les comportements sociaux. L’existence d’un territoire unifié sous une même autorité facilite aussi les déplacements et donc les mélanges de populations hétérogènes. Des affinités culturelles peuvent inciter les hommes à se regrouper au sein d’une nation, mais cette dernière entreprend à son tour l’élaboration d’une nouvelle « identité nationale ». Surtout, l’histoire n’a jamais vu une nation se former sur base d’intérêts économiques, c’est pourquoi nous pensons que l’Union européenne emprunte un mauvais chemin.
 
aquilifer_16894_lg.gifL’État-nation, dont la France est l’archétype, désire l’égalité, l’uniformité, la centralisation ; il établit une loi unique sur l’ensemble de son territoire. Il ne reconnaît pas la diversité des coutumes et tend à la suppression des différences locales. Il suppose que tous les peuples sous son empire adoptent les mêmes mœurs et s’expriment dans sa langue administrative.
 
Au contraire, l’Empire doit compter avec les différents peuples qui le compose et tolère une relative diversité législative en son sein. De même, il ne jouira pas nécessairement d’une autorité égale sur chacune de ses provinces. Certaines d’entre-elles peuvent être presque indépendantes (comme par exemple les principautés tributaires de l’Empire ottoman), tandis que d’autres sont totalement soumises au gouvernement central. Parfois, l’on vit même des peuples érigés en nations cohabiter dans le même Empire (vers sa fin, l’Empire austro-hongrois comprenaient une nation « hongroise », une nation  « allemande » et divers peuples slaves). Notons enfin que, de notre point de vue, il n’existe pas actuellement de souverain européen, mais bien des institutions européennes qui agissent avec le consentement de plusieurs nations.
 
Droit de vote ou citoyenneté
 
Par ailleurs, se pose aujourd’hui la question du droit de vote des étrangers. Nos dirigeants disputent pour savoir si nous octroierons le droit de vote aux seuls Européens, et sous quelles conditions, ou si nous l’étendrons aux ressortissants non-européens. À notre avis, le problème est mal posé. En effet, le droit de vote, réduit aux communales qui plus est, n’est jamais qu’une part de l’indivisible citoyenneté, qu’on la dissèque ainsi en créant des sous-catégories dans la société nous semble malsain, car cela nuit à l’unité de la nation en dégradant le principe d’égalité des citoyens devant la Loi. De plus, la citoyenneté implique aussi des devoirs dont le respect garantit nos droits. Dans le débat, d’aucuns proposent d’accorder la citoyenneté belge plutôt que le droit de vote. Sans hésiter, nous allons plus loin en soutenant un projet de citoyenneté européenne. Dans cette entreprise, nous nous appuyons ; d’une part, sur l’œuvre majeure (2) d’un grand penseur politique, Otto Bauer, le chef de file de l’école austro-marxiste ; d’autre part, sur un précédent historique : le concept de double citoyenneté dans l’Empire romain.
 
Otto Bauer articulait sa thèse autour du concept de « communauté de destin » grâce auquel il donna une nouvelle définition de la Nation. Selon lui, la culture et la psychologie permettent de distinguer un peuple d’un autre, mais ces caractères sont eux-mêmes déterminés par l’Histoire. Suivant ses vues, le peuple ne se définit plus par une appartenance ethnique, une communauté de langue, l’occupation d’un territoire ou en termes de liens économiques, mais bien comme un groupe d’hommes historiquement liés par le sort. Dès lors, dans cet esprit, les habitants d’une cité cosmopolite, issus d’origines diverses mais vivant ensemble, peuvent fort bien, dans certaines circonstances historiques, former une nation. Évidemment, il existe une interaction permanente entre le « caractère » et le destin d’un peuple, puisque le premier conditionne la manière de réagir aux événements extérieurs, aussi la nation est-elle en perpétuel devenir.
 
Ainsi, Bauer justifiait le maintien d’un État austro-hongrois par la communauté de destin qui liait ses peuples depuis des siècles. Une législation fédérale aurait protégé les différentes minorités et garanti l’égalité absolue des citoyens devant la Loi qu’il considérait comme la condition sine qua non de la bonne intelligence des peuples au sein de l’État.
 
Dans cette perspective, la conscience du passé partagé n’exclut pas le désir d’un avenir commun. Pour notre part, nous aspirons à une nation européenne dans laquelle fusionneraient les peuples européens.
 
Dans l’Empire romain, il existait un principe de double citoyenneté. Jusqu’à l’édit de Caracalla (212 ap. JC), la citoyenneté romaine se surimposait à l’origo, l’appartenance à son peuple. Évidemment la première conservait l’éminence sur la seconde. Néanmoins, le Romain pouvait recourir, selon les circonstances, soit au droit romain soit aux lois locales. Lorsque l’empereur Caracalla donna la citoyenneté romaine à tous les hommes libres de l’Empire, ceux-ci conservèrent néanmoins leur origo (3). Aussi pensons-nous, qu’il serait possible de créer une citoyenneté européenne qui, durant une période transitoire, coexisterait avec les citoyennetés des États membres. En effet, l’homme n’appartient qu’à un seul peuple, mais il peut élire deux nations, du moins dans la mesure où leurs lois ne se contredisent point et à la condition qu’on établît une hiérarchie entre ses deux citoyennetés et que l’on donnât la prééminence à l’européenne.
 
► Frédéric Kisters, Devenir n°15, 2000.
 
◘ Notes :
  • [1] Sur l’abbé Sieyès, cf. BREDIN (Jean-Denis), Sieyès, La clé de la révolution française, éd. de Fallois, 1988.
  • [2] BAUER (Otto), Die Nationalitätfrage und die Sozialdemokratie, Vienne, 1924, (1er éd. 1907), XXX-576 p. (Marx Studien, IV). Edition française : ID. , La question des nationalités et la social-démocratie, Paris-Montréal, 1987, 2 tomes, 594 p.
  • [3] JACQUES (François) et SCHEID (John), Rome et l’intégration de l’empire (44 av. J.C. - 260 ap. J.C.), tome 1 Les structures de l’empire romain, Paris, 2e éd. 1992 (1er : 1990), p. 209-219 et 272-289 (Nouvelle Clio. L’Histoire et ses problèmes).
 

vendredi, 17 octobre 2014

Il filosofo Diego Fusaro: “Sto con Putin perché ho letto Kant”

Il filosofo Diego Fusaro: “Sto con Putin perché ho letto Kant”

A cura di Alfonso Piscitelli
Ex: http://www.barbadillo.it

OLYMPUS DIGITAL CAMERAIl più interessante dei nuovi filosofi italiani legge Marx & Schmitt e appoggia Putin perché riavvicina l’Europa alle radici della sua cultura giuridica e politica.

Diego Fusaro (Torino, 1983) è il più interessante tra i filosofi italiani di giovane generazione. Sua è una rilettura del pensiero di Marx  al di là di ogni vecchia scolastica o tentativo di “rottamazione” (Bentornato Marx! il titolo del suo libro). Tra le sue opere ricordiamo anche “Minima Mercatalia. Filosofia e capitalismo” e il recente “Idealismo e Prassi. Fichte, Marx, Gentile”. Fusaro è stato allievo del grande (e misconosciuto) Costanzo Preve e proprio Preve gli ha trasmesso l’interesse per la Russia.  Costanzo Preve – ci dice Fusaro – scrisse un saggio intitolato “Russia, non deluderci!”.

In che senso?

Preve si aspettava che la Russia potesse opporsi allo strapotere del capitalismo americano e alle sue pulsioni imperialiste, e dunque garantire l’esistenza di un mondo multipolare. Se la Russia non delude in questa sua missione naturale, essa svolge una funzione fondamentale anzitutto per noi Europei.

La Russia di Putin a differenza della vecchia URSS non esprime una radicale alternativa “di sistema” al mondo liberalcapitalista.

Vero, ma dal punto di vista geopolitico la Russia rappresenta pur sempre un freno all’agire di una super-potenza che ormai tende a sconfinare nella pre-potenza. Il mondo post-1989 è esattamente questo, la tendenza americana a dominare il mondo in forma unipolare.

Nel parlare del necessario “multipolarismo” lei fa riferimento a Kant.

Sì, in un mio scritto: Minima Mercatalia. Filosofia e capitalismo. Kant diceva, nel 1795, che per garantire una stabile pace è meglio che vi sia una pluralità di Stati (diremmo noi: meglio più blocchi, anche contrapposti) che una Monarchia Universale. Oggi la “monarchia universale” è quella dello “one way”, del pensiero unico americano che mira ad annullare ogni diritto alla differenza e ogni modo alternativo di abitare il mondo che non sia quello americano.

Oggi la Russia tende a scontrarsi con l’Occidente sul tema dei valori e dei cosiddetti diritti individuali.

Quella dei diritti individuali è una vera e propria ideologia, nel senso deteriore del termine. Tale ideologia afferma i diritti di un individuo astratto, mentre i veri diritti sono quelli dell’individuo all’interno della comunità. Individuo e comunità esistono reciprocamente mediati, non ha senso pensarli astrattamente, come fa l’ideologia dei diritti civili, la quale è poi un alibi per non parlare dei diritti sociali.

Diritti individuali magari bilanciati anche con i doveri, come diceva Mazzini.

Certamente. Mi rifiuto poi di pensare che matrimoni gay, adozioni gay e eutanasia rappresentino i simboli della massima emancipazione possibile. È una presa in giro, anzitutto per i precari e per i disoccupati. I diritti devono essere anzitutto diritti sociali: quelli che garantiscono una sopravvivenza dignitosa dell’individuo all’interno della sua comunità, permettendogli di potersi pienamente esprimere in tutte le sue potenzialità.

Putin si appella a quel diritto naturale che affonda le sue radici nel grande pensiero europeo: lo stoicismo, i padri della chiesa.

In tempi più recenti possiamo ricordare Grozio e Pudendorf come alfieri di questa concezione. Se Mosca oggi ci aiuta a riavvicinarci a questi temi, allora è davvero auspicabile che essa sia forte e ci sia vicina. Infatti, appare evidente come la Russia, anche per via della sua straordinaria cultura, rappresenti una realtà molto più affine allo spirito europeo di quanto non sia l’America, che è invece il regno della tecnica (Heiddeger) e del capitale smisurato (Marx).

E dunque…?

Dunque l’Europa dovrebbe staccarsi dall’America, e dovrebbe schierarsi nel blocco euroasiatico. Impresa utopica… se pensiamo alla presenza delle basi militari USA in Italia, a ben sessant’anni dalla fine dei nazifascismi e a vent’anni dalla fine del comunismo. L’Italia è oggi una colonia statunitense, anche se nessuno lo dice.

In campo economico e sociale sembra che l’“utopia si stia realizzando: flussi di studenti, di merci, di turisti. Interscambio energetico e tecnologico. Anche per questo forse si producono “crisi” … per suscitare un nuovo clima da guerra fredda e impedire la piena integrazione.

Gli Americani devono necessariamente dividere gli Europei per conservare il lorodominio unipolare. Dividere per comandare meglio. Le basi americane che costellano vergognosamente il territorio europeo servono esattamente a mantenere in uno stato di perenne subalternità militare, geopolitica e culturale gli Europei.

C’è anche un ritardo della cultura europea o perlomeno di quella italiana nel capire i cambiamenti epocali in atto.

Dopo il 1989 si è verificata una ondata penosa di riflussi e pentimenti. In questo scenario si inserisce la vicenda tragicomica della sinistra italiana e di quello che, con Preve, chiamo l’orrido serpentone metamorfico PCI-PDS-DS-PD: dal grande Antonio Gramsci a Matteo Renzi. Ormai da venti anni, senza alcun infingimento, la sinistra sta dalla parte del capitalismo, delle grandi banche e dei bombardamenti “umanitari”. Per questo io non sono di sinistra: se la sinistra smette di interessarsi a Marx e Gramsci, occorre smettere di interessarsi alla sinistra.

Se la sinistra ha assunto questa posizione è stato appunto in nome della nuova Ideologia dei Diritti umani

Affermava Carl Schmitt : l’ ideologia diritti umani è utile per creare un fronte unito contro chi viene individuato come “non umano”. Contro un nemico che viene dipinto come un mostro, ogni strumento di annientamento è lecito: si pensi agli strumenti utilizzati contro Saddam Hussein, contro Gheddafi. Si deve sempre inventare un nuovo Hitler in modo da legittimare la nuova Hiroshima: dove c’è il dittatore sanguinario, lì deve esserci il bombardamento etico. È il canovaccio della commedia che, sempre uguale, viene impiegato per dare conto di quanto accade sullo scacchiere geopolitico dopo il 1989: il popolo compattamente unito contro il dittatore sanguinario (nuovo Hitler!), il silenzio colpevole dell’Occidente, i dissidenti “buoni”, cui è riservato il diritto di parola, e, dulcis in fundo, l’intervento armato delle forze occidentali che donano la libertà al popolo e abbattono il dittatore mostrando con orgoglio al mondo intero il suo cadavere (Saddam Hussein nel 2006, Gheddafi nel 2011, ecc.). Farebbero lo stesso contro Putin…

… se Giuseppe Stalin non avesse innalzato attorno alla Russia una palizzata di bombe atomiche.

Esatto, proprio per questo è opportuno che Putin conservi il primato militare come arma di dissuasione: per poter svolgere una civile funzione di freno alla super-potenza americana. Per questo, l’immagine simbolo di questi anni è quella che vede contrapposti Obama che dice: “Yes, we can” e Putin che idealmente gli risponde: “no, you can’t!”. Frenare gli Americani significa frenare la loro convinzione di essere degli eletti, di avere una special mission, che consisterebbe nell’esportare la democrazia, come si esportano merci, a colpi di embarghi o di bombardamenti. Sulla scia di questa convinzione è stata dichiarata una guerra mondiale a tutto il mondo che non si piega ai diktat e la guerra è stata portata di volta in volta in Irak, in Serbia, in Afghanistan, in Libia, attraverso la guerriglia in Siria. Solo la Russia resiste. È questa la “quarta guerra mondiale”. Essa, successiva alla terza (la “Guerra fredda”), è di ordine geopolitico e culturale ed è condotta dalla civiltà del dollaro contro the rest of the world, contro tutti i popoli e le nazioni che non siano disposti a sottomettersi al suo dominio, forma politica della conquista del mondo da parte della forma merce e della logica della reductio ad unum del globalitarismo,

Putin stesso viene definito come una sorta di despota asiatico antidemocratico… anche se le percentuali del consenso di cui gode, espresso in regolari elezioni, sono eclatanti.

Come dice Alain de Benoist, l’ideologia liberale occidentale è una “ideologie du meme”: riconosce e legittima solo ciò che percepisce come uniforme a sé stessa. E in nome di questo unilateralismo si glorificano anche fenomeni ridicoli come quello delle Pussy Riot, come espressioni di “dissidenza” e di “lotta per i diritti”! Il capitale odia tutto ciò che capitale non è, mira ad abbattere ogni limite, in modo da vedere ovunque sempre e solo la stessa cosa, cioè se stesso. Con le parole di Marx, “ogni limite è per il capitale un ostacolo che deve essere superato”.

Come considera la proposta formulata da Vladimir Putin di una “Europa unita da Lisbona a Vladivostok”?

È un concetto interessante. E’ necessario che l’asse dell’Europa si orienti altrove rispetto all’Occidente americanizzato. Ed è necessario immaginare una Europa più ampia dei confini imposti dalla UE: quella UE che rappresenta il trionfo dei principi di capitalismo speculativo di stampo occidentale. La UE è oggi la quintessenza dell’americanismo, del neoliberismo americano e della vergognosa rimozione dei diritti sociali. È, direbbe Gramsci, la “rivoluzione passiva” con cui, dopo il 1989, i dominanti hanno imposto il neoliberismo.

E come si definirebbe Diego Fusaro oggi?

Sono uno allievo indipendente di Hegel e Marx, Gentile e Gramsci, ma mi considero abbastanza isolato nel panorama culturale italiano, perché la sinistra in Italia è passata dalla lotta al capitale alla lotta per il capitale. I suoi nomi di spicco sono Fabio Fazio e la signora Dandini, Zagrebelsky e Rodotà. In questo senso, non ne faccio mistero, mi sento un dissidente e un ribelle, e propongo un pensiero in rivolta contro l’esistente. La sinistra oggi è contro la borghesia ma non contro il capitalismo globale: ma dal 1968 è il capitalismo stesso che lotta contro la borghesia, cioè contro quel mondo di valori (etica, religione, Stato, valori borghesi, ecc.) per loro stessa natura incompatibili con la mercificazione universale capitalistica. Per ciò, lottando contro la borghesia, dal 1968 ad oggi la sinistra lotta per il capitalismo. Io ritengo che si debba invece lottare contro il capitalismo e che sia ancora valido un ideale di emancipazione del genere umano inteso come un soggetto unitario (la razza umana), che esiste solo nella pluralità delle culture e delle lingue, delle tradizioni e dei costumi, ossia in quella pluralità che – diceva il filosofo Herder – è il modo di manifestarsi di Dio nella storia.

All’atto della sua prima elezione Obama veniva accolto – e non solo dalla sinistra – come una sorta di Messia. Vi è chi lo definì come “il Presidente di tutto il mondo libero”.

Quello fu un tipico caso di provincialismo italiano ed europeo: la festa per l’incoronazione dell’Imperatore Buono. Oggi i tempi sono cambiati, c’è piùdisincanto non solo verso Obama, ma anche verso la costruzione verticistica dell’Unione Europea. Mi pare che la Francia si sia rivelata “l’anello debole” della catena eurocratica. O meglio: il punto in cui la catena si può spezzare. Chi è contro il capitale, nel senso di Gramsci e di Marx, non può oggi non essere contro l’imperialismo americano, ma poi anche contro l’Europa dell’euro e della finanza, del precariato e del neoliberismo.

@barbadilloit

A cura di Alfonso Piscitelli

dimanche, 05 octobre 2014

Une histoire du libéralisme

andJar$(KGrHq.jpgArchives de "Synergies Européennes", 1985
 
Une histoire du libéralisme
 
par Ange Sampieru
 
◘ Recension : André JARDIN, Histoire du libéralisme politique, de la crise de l'absolutisme à la constitution de 1875, Hachette, Paris, 1985, 437p.
 
Les plus récentes parutions des éditeurs parisiens démontrent au moins une chose : le libéralisme, ça se vend bien ! André Jardin, qui est, on s'en souvient, l'un des meilleurs spécialistes de Tocqueville, grâce à un livre paru chez Hachette en 1984, nous revient aujourd’hui avec cette monumentale histoire de l'idée libérale, depuis la grande crise intellectuelle de l'absolutisme jusqu'à la fondation de la IIIe République en 1875. Ce livre est important à plus d'un titre. D'abord parce qu'il vient combler une lacune de l'historiographie. C'est en effet le premier ouvrage de fond sur la genèse de la France libérale. La révolution de 1789, mi-jacobi­ne mi-bourgeoise, a enfanté une société libérale. Il fallait nous en conter les péripéties. Ensuite, c'est une analyse souvent pénétrante des valeurs libérales telles qu'elles s'exprimèrent dans le contexte de jadis avec ses sensibilités particulières, celles de l'aristocrate Alexis de Tocqueville, du grand bourgeois Constant ou des "pères fondateurs" que furent Voltaire et Montesquieu. Jardin nous révèle une méthode d'analyse originale qui ne néglige aucun aspect du libéralisme : tant celui des groupes sociaux que celui des individualités pensantes sans oublier les institutions. Ce maître-ouvrage, enfin, peut nous apporter les références chronologiques et historiques nécessaires au grand débat actuel, d'où resurgissent les vieux schémas libéraux que les politiciens occidentaux véhiculent tantôt avec fanatisme tantôt avec cette conviction bourgeoise, naïve et vexante à la fois, un mélange que l'on retrouve souvent chez les “reaganiens” européens.
 
Le tout premier essai sur l'évolution du libéralisme européen, Harold Laski nous l'avait livré. Pour Laski, le libéralisme est apparu rapidement comme la transposition idéologique de la croissance capitaliste réelle depuis le XVIe siècle. Cette première phase expansive fut ensuite arrêtée par les régimes traditionnels monarchiques. Ce premier échec fut alors rattrapé par les explosions révolutionnaires d'Angleterre (1688) et de France (1789). Les révolutions libérales ont été la superstructure idéologique du grand mouvement de fond que portait la croissance des forces productives. Ce schéma marxiste, avancé par Laski, est à la fois riche d’enseignements pour une étude du libéra­lisme moderne et trop simple à cause de son “mécanisme” ; en effet, Laski n'a pas assez tenu compte de l'interaction constante qui transforme infrastructure et superstructure en deux pôles indissociables. Face à cette thèse qui date déjà (elle est marquée par son époque : 1950 !), André Jardin ne prétend pas à une ambition égale. Il ne veut pas embrasser une fois pour toute l'histoire du libéralisme mais réduit avec prudence son champ de recherches. Géographiquement d'abord, puisqu'il s'agit du libéralisme en France. Historiquement ensuite, puisqu'il limite sa vision aux XVIIIe et XIXe siècles. Cette prudence l'honore mais on peut pourtant regretter la disparation de ces fortes personnalités qui, dans un effort à la fois intuitif et scientifique, s'affrontaient pour promouvoir une conception planétaire de l'histoire humaine. Notre société libérale actuelle n'a plus besoin de pareils géants. Chénier affirmait que la Révolution française n’avait pas besoin de poètes. On peut dire que notre société refuse les historiens, les grands historiens. Ne sont-ils pas, en un certain sens, eux aussi, des poètes ?…
 
Mais revenons à notre ouvrage. Dès son introduction, l'auteur remarque que la véritable naissance de la notion de “libéralisme” date du Consulat. Il tient en effet pour négligeable la première apparition du mot dans le Journal de d'Argenson, aux environs de 1750. À partir de 1815, la notion devient un mot-clef du vocabulaire politique français. On commence alors à parler de “tendances libérales”, il se forme un “parti libéral” et l'Empereur Alexandre, Tsar de toutes les Russies, est qualifié de “libéral” puisqu'il prône, pour la France, un régime de Charte constitutionnelle… Pourtant, auparavant, les philosophes et les écrivains partisans des libertés individuelles dites “fondamentales” étaient aussi des “libéraux”. En consacrant ces principes, ils étaient libéraux sans le savoir. Comme les autres grands mouvements idéologiques de leur époque, socialisme et romantisme, le libéralisme manquait d'un appui, celui de groupes sociaux acquis à sa cause. Cette conquête, écrit Jardin, est essentielle en ce qu'elle donne une “épaisseur” aux idées jusque là désincarnées. Les partisans de la doctrine s’organisent alors en groupes armés d'une idéologie et d'une stratégie. Leur objectif le plus évident est la conquête du pouvoir politique. Ce pouvoir qu'ils convoitent, il devra être à l'image des idéaux qui les animent. Ils vont appliquer à l'idéologie un processus historico-chimique de “réalisation”. En d'autres termes, traduire dans des institutions précises leurs valeurs fondatrices. C'est précisément cet acte historique­-là qui justifie le mélange méthodologique que Jardin utilise : comparer les idéologies, les institutions et les hommes dans leurs interactions diverses. Son livre est, précise-t-il, une histoire des rapports entre ces forces pendant un siècle donné, le XIXe.
 
Une question importante s'est posée dès le départ chez notre auteur : faut-il séparer ou relier l'étude du libéralisme politique et du libéralisme économique ? Il y a sans aucun doute une liaison historique entre ces deux “libéralismes”. Le libéralisme politique a été le masque, le paravent qui justifiait, au plan des idées, la mise en place du libéralisme économique. Ces thèses, que l'on retrouve chez les émules de Marx comme chez certains penseurs contre-révolutionnaires du XIXe siècle (cf. la thèse de Taine qui, dans Les Origines de la France contemporaine, parle de la révolution politique comme de la justification formelle d'un désir immense : accès à un nouveau partage de la propriété foncière), révèlent, par­-delà leur explication mécaniciste de 1789, un aspect de “psychologie collective et individuelle” non négligeable. Si de nombreux penseurs “libéraux” (selon l'analyse de Jardin), à savoir Voltaire, Montesquieu et Fénelon, font avoisiner, dans leurs écrits, idéaux purs et préoccupations économiques, Jardin refuse cette liaison à son avis trop rigoureuse. L’histoire démontre, selon lui, l'erreur de cette théorie du parallélisme. Les créateurs du libéralisme économique, les Physiocrates, n'étalent pas des libéraux proprement dit. Même idée chez les saint-simoniens qui, bien que grands promoteurs de la politique libre-échangiste, n'adhéraient pas au “libéralisme politique”. Enfin, si la bourgeoisie industrielle, créatrice du capitalisme dur du XIXe siècle, veut la liberté des entreprises et la libre initiative des individus (lesquels ?), elle s'appuie sur une puissance publique active, prête à enrayer tout mouvement social et, surtout, en défend l’idée. La notion d’“ordre social” couronne cet édifice, destinée à apaiser toute divergence de fond entre le pouvoir politique et le pouvoir économique. D'ailleurs, reprenant son analyse des groupes sociaux, Jardin nous fait remarquer que la plupart des grands “libéraux” ne sont pas des membres de cette caste des industriels et des hommes d'affaires. Ce sont, pour la plupart, des propriétaires ruraux, des fonctionnaires, des membres de professions libérales (avocats, médecins, etc.). La notabilité est libérale et considère comme un devoir social de se consacrer à la “chose publique”. Toujours cette même idée de “classe utile”, que Saint-Simon consacrera comme seule indispensable à la vie d'un pays moderne. André Jardin ajoute néanmoins qu'il leur arrive d'être victimes de “faiblesses vénales”. Aveu comique s'il en est.
 
Cette défense pourtant ne peut nous satisfaire. Il est pour nous difficile voire impossible de distinguer “libéralisme politique” et “libéralisme économique”. Si on voulait dégager des critères discriminants, nous serions, en fin de compte, bien en peine de définir des frontières sûres. Il n'y a pas, ici, de frontières sûres ni de bornes fixes. Les deux terrains sont par trop interdépendants pour qu'il y ait, si ce n'est dans un but idéologique lui-même, différenciation sérieuse entre les deux libéralismes. Il n'y a, au vrai, qu'un seul et unique libéralisme, né de l’idéologie égalitaire bourgeoise. On ne peut pas nier que cette idéologie, avatar récent d'une conception du monde ancienne que l'on retrouve dans les écrits religieux des Pères de l’Église, les seuls vrais inspirateurs du “libéralisme essentiel”, a connu des expressions diverses, liées à des sensibilisés tout aussi diverses. Pourtant, il y a, au fond, référence constante à une matrice commune qui est l'héritage idéologique égalitaire (et nous entendons par “égalitaire” tout ce qui refuse les impondérables liés à un sol et à une communauté historique précise).
 
André Jardin ne le nie pas puisqu'il nous conseille de chercher le socle de l’idée libérale dans une conception de l'homme et de l'histoire. L'influence de l'enseignement "humaniste" baigne en effet toutes les réflexions des premiers tenants du libéralisme. L'idée de “Liberté”, comme attribut naturel de l'homme, leur est commune. Ils sont partisans du bonheur individuel (égoïste) comme impératif social et moral catégorique. De ces quelques valeurs (dont on trouvera l'analyse chez Max Weber mais aussi chez Friedrich Nietzsche dont la théorie de la “psychologie du ressentiment” est éclairante à ce sujet), les “libéraux”, qu'ils soient “politiques” ou “économiques”, tirent une même conception de l'histoire. Critique féroce contre l'Empire romain, admiration, mal placée à notre point de vue, des républiques athénienne et romaine — les libéraux se font une “idée” de ces régimes qui n'a que peu de rapports avec ce qu’ils furent réellement et ils négligent le fait incontournable de la “divinisation” du sol et du destin propre à ces cités antiques — exaltation du mouvement des communes bourgeoises au Moyen Âge, à tort une fois de plus, par opposition à l'idée impériale gibeline. Face à l'ordre traditionnel de type impérial et spirituel, les “libéraux” prônent un ordre social “naturel”, que Madame de Staël décrira avec talent.
 
Ils ont, quelques soient leurs particularités, un programme commun : respect de l’individu et garantie des “droits de l'homme”, ensuite organisation particulière des pouvoirs politiques, fondée sur le régime représentatif, et la pluralité des autorités, sociales. C'est en vertu de ces mêmes principes que des hommes aussi différents que Voltaire, Royer-Collard et P.L. Courier s'opposeront aux institutions publiques. Pourtant, il est facile de reconnaître, derrière cette phraséologie libérale généreuse et, le plus souvent, sincère, le camoufla­ge d'intérêts économiques précis. Le libéralisme est un[e mystification car prétendant incarner l'intérêt général alors qu'il défend des intérêts particuliers]. Il s'exprime selon des discours spécifiques, différenciés en apparence, uniques au fond. En lisant le livre d'André Jardin, on reconnaîtra sans peine cet héritage commun qui unit, aujourd'hui comme hier, toutes les espèces de libéraux. Et parmi les legs : confiscation du pouvoir par une minorité possédante, dédain des attaches et des enracinements historiques. Le libéralisme organise une société selon des principes égalitaires économiques. Égalitarisme de principe, inégalités injustes de fait, puisque le critère social universel est économique. La propriété, foncière au XVIIIe, industrielle pendant le XIXe puis financière et technique au XXe, est l'axe essentiel de cette nouvelle société. Propriété conçue non plus seulement comme source de pouvoir (la féodalité est aussi un système de partage des terres, donc de fidélité à un espace géographique quasi sacré) mais comme notion suprême, clef de voûte d'une construction “révolutionnaire subversive”. La propriété est un tabou, un principe sacré dont la défense est le point commun à tous les libéraux européens.
 
Le pouvoir libéral est une organisation du pouvoir qui se réclame d'une pseudo-­légitimité économique. En contestant l'ancien régime, les libéraux, physiocrates ou penseurs politiques, contestent davantage une conception du pouvoir qui s'appuie encore sur le sacré et la reconnaissance de castes hiérarchisées — il est vrai que les trois états sont alors une image très appauvrie des anciennes sociétés traditionnelles et trifonctionnelles indo-européennes — qu'un pouvoir qui perpétue des injustices intolérables. L'Ancien Régime est un pouvoir figé. Les forces sociales subissent des blocages de plus en plus insupportables. Il n'y a à proprement parler “inégalités” puisque la monarchie capétienne est à la fois au-dessus de la société (il est de “droit divin”) et immergé dans cette même société (le pouvoir joue du jeu contradictoire des forces sociales et se veut toujours “pouvoir de justice”). C'est cette ambiguïté que conteste les “libéraux”. “L’absolutisme” n’est contesté que dans la juste mesure où il retient toute ambition excessive des classes sociales. La bourgeoisie française ne peut plus supporter cette politique de justice, qui protège certaines inégalités comme fécondes socialement. En somme, une monarchie indépendante est “négative” en ce qu'elle ne privilégie pas UNE forme de collaboration par rapport aux autres. Le libéralisme est l'idéologie d'un groupe social. Celle de la “classe qui monte”. Il devient alors une idéologie subversive, qui recueille les vieilles contestations égalitaires sous-jacentes à toutes les sociétés anciennes et trouve enfin une conjoncture historique favorable. Cette conjoncture est la suivante ; les autres forces sociales, oublieuses de leurs propres valeurs collectives (je pense en particulier à la noblesse et au paysannat) adhèrent à cette conception contestatrice. De cet oubli, conjugué avec la volonté conqué­rante de l'idéologie bourgeoise montante, naîtra la révolution de 1789. C'est le point de départ du régime libéral moderne.
 
Dans sa postface, André Jardin rappelle cette continuité qui s'inscrit entre le XIXe siècle et notre XXe siècle, continuité qui trouve son fondement, d'une part, dans la constitution de 1875, qui dominera la France jusqu'en 1958 (si on excepte l'épisode constitutionnel de 1940), la IVe République étant la fille légitime de la llle défunte, et, d’autre part, dans la permanence d'un personnel politique stable. Les fils et petit-fils de nos libéraux seront aussi les dirigeants et les héritiers déclarés du patrimoine idéologique du libéralisme du XIXe siècle. C'est cette continuité que l'on constate encore depuis que le général de Gaulle a quitté le pouvoir suprême. Les partis de “l'arc constitutionnel” français (sauf peut-être le PCF mais le Front National [pro-reaganien alors] y compris) sont les rejetons de ce libéralisme historique qui reste pour nous l'ennemi principal. Parce qu'il ne peut rien apporter de réellement neuf.
 
► Ange Sampieru, Vouloir n°13, 1985.
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◘ Ressources :
  • Les Libéraux français, 1814-1875, L. Girard (abrégé d'un cours sur le libéralisme en France, 1966), Aubier-Montaigne, 1985
  • Essai sur le libéralisme allemand (Jean de Grandvilliers, 1914)
  • Le Contrat social libéral (SC Kolm, PUF, 1985)
  • Tocqueville et les deux démocraties (JC Lamberti, PUF, 1983)
  • Histoire intellectuelle du libéralisme (P. Manent, Julliard., 1987)

vendredi, 03 octobre 2014

Du bon usage du référendum...

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Du bon usage du référendum...

par Ivan Blot

Ex: http://metapoinfos.hautetfort.com

Nous reproduisons ci-dessous un point de vue d'Ivan Blot, cueilli sur La voix de la Russie et consacré à la question du référendum comme outil démocratique. Président de l'association "Démocratie directe", l'auteur a récemment publié L'oligarchie au pouvoir (Economica, 2011), La démocratie directe (Economica, 2012), Les faux prophètes (Apopsix, 2013) et L'Europe colonisée (Apopsix, 2014).

Du bon usage du référendum

Le référendum est l’outil démocratique par excellence. Mais il est comme la démocratie : il ne fonctionne pas dans n’importe quelles conditions. Déjà Aristote écrivait dans sa « Politique » que la démocratie ne fonctionnait que là où les classes moyennes sont nombreuses.

En effet, des classes moyennes de propriétaires, si possible formant des familles avec des enfants, représentent des hommes et des femmes qui ont des choses à perdre (leur patrimoine, les perspectives d’avenir de leurs enfants) et qui par conséquent ne se comporteront pas de façon irresponsable. C’est vrai aussi du référendum, l’instrument le plus démocratique pour légiférer puisque chaque citoyen pourra donner son avis à partir de sa condition concrète, de son « vécu existentiel » que le bureaucrate n’a pas, fut il brillant dans les études abstraites.

Les deux révolutions sanglantes qui ont marqué le monde, la révolution jacobine en France et la révolution bolchevique en Russie, sont parties de deux grandes villes aux populations pauvres fortement déracinées : Paris et Saint-Pétersbourg. A Saint-Pétersbourg, des centaines de milliers d’ouvriers vivaient seuls sans famille pour travailler dans des usines géantes. Les soldats et marins constituaient une population analogue, guerrière, masculine, prêts à tous les excès dès lors que la discipline de l’ancien régime s’était effondrée. Les Bleus en Vendée, les Rouges en Russie furent des armées efficaces mais brutales, souvent criminelles.

La démocratie comme le référendum exigent des citoyens enracinés dans des traditions morales éprouvées : c’est le cas en Suisse depuis le Moyen Âge.

Deux gouvernements viennent de donner des exemples de mauvaise gestion démocratique, certes de façon contrastée : l’Ukraine et le Royaume Uni.

En Ukraine, les populations russophones ont été détachées de la mère patrie par le hasard des frontières tracées par les Soviétiques, hasard devenu destin lorsque l’URSS a éclaté. Curieusement, l’Occident se fait une religion de respecter ces frontières issues de décisions d’un régime totalitaire sans la moindre consultation des populations concernées. Ces populations ont réclamé des référendums. Sauf en Crimée en raison de la protection russe, non seulement ces référendums n’ont pas eu lieu mais leurs partisans ont été déclarés « terroristes » par le gouvernement de Kiev. Et ce dernier s’est résolu à les ramener à la raison à coups de canons ! Où sont dans un tel cas les fameux droits de l’homme ? Ils sont piétinés dans l’indifférence du Conseil de l’Europe, notamment.

Au Royaume Uni, heureusement, la situation est moins tragique. Toutefois, les gouvernements successifs de Londres n’ont pas voulu prendre en compte le mécontentement de la population écossaise. Le résultat est clair : presque la moitié de la population écossaise veut désormais se séparer de l’Angleterre. 45% ont voté pour l’indépendance. Même si celle-ci n’est pas acquise, le problème va demeurer car ce chiffre pour la scission est considérable. Le Royaume Uni devrait réfléchir sur une solution fédérale. On notera qu’une fois de plus, le résultat du référendum est modéré puisque l’Ecosse ne prend pas son indépendance. Mais c’est un bon avertissement pour le gouvernement.

Cette gestion catastrophique (Ukraine) ou médiocre (Royaume Uni), ce déni de démocratie ou cette insuffisance de dialogue trouve son contre –exemple, celui de la Suisse. Tout le monde ou presque a oublié la crise séparatiste du Jura qui a secoué la Suisse dans les années 1970. Les francophones du Jura ne voulaient plus être gouvernés par les germanophones du canton de Berne. Ils formèrent une milice : les Béliers. Des attentats terroristes se multiplièrent (ce ne fut le cas ni en Ukraine ni en Ecosse). A coups de référendums on se mit à définir les frontières d’un nouveau canton. Une majorité se prononça pour la scission d’avec Berne en 1974 dans les trois districts du nord du Jura. On créa alors un nouvel Etat fédéré jurassien : le canton du Jura, et dans un référendum ultérieur au niveau national, ce nouveau canton fut accepté dans la confédération. Voilà une gestion de conflit ethnique et régional admirable dont personne ne parle jamais.

L’histoire est aujourd’hui ignorée de la plupart des hommes politiques qui n’ont de formation que juridique et un peu économique. Sait-on que dans les années 1930, un vrai parti nazi s’est développé en Suisse sur le modèle allemand. Il s’appelait le « National Front ». En Allemagne, grâce au régime dit « représentatif », Hitler avec moins de 40% des voix a pu prendre le pouvoir à la tête d’une coalition parlementaire. En Suisse, les nazis locaux voulaient transformer la Suisse en changeant la constitution par un référendum. Mais voilà : dans un référendum, il faut dépasser le chiffre des 50% et c’est impossible avec un programme extrémiste. Les nazis suisses ont perdu leur référendum et n’ont jamais pu prendre le pouvoir. La démocratie directe a protégé la démocratie à la différence de l’Allemagne et de l’Italie où les parlements ont voté les pleins pouvoirs aux dictateurs.

Si la population est composée de classes moyennes majoritaires, de familles et de petits propriétaires très nombreux, le référendum donne toujours des résultats raisonnables. Les citoyens collent à la réalité plus que les bureaucrates qui manipulent les parlementaires. On voit le résultat : les pays qui pratiquent fréquemment les référendums déclenchés par une pétition populaire sont prospères et connaissent dans l’ensemble la paix sociale : c’est la Suisse, le Liechtenstein, la côte ouest des Etats-Unis, et à un moindre degré l’Allemagne (référendums au niveau local et régional seulement) et l’Italie (référendums contre des lois mais pas pour en initier des nouvelles). Dans ces pays, la bureaucratie est moins forte et les impôts moins lourds (un tiers en moins d’après les études des professeurs Feld et Kirchgässner). L’endettement public est plus faible.

En France si l’on excepte les personnalités que furent le professeur Carré de Malberg, le résistant anti-nazi et juriste René Capitant et le général de Gaulle, le référendum est négligé par les gouvernants et les intellectuels. On parle de société bloquée ! C’est vrai mais pourquoi s’obstine-t-on à ignorer l’instrument le plus efficace pour sortir des blocages et faire des réformes : le référendum ?

Ivan Blot (La voix de la Russie, 22 septembre 2014)

mardi, 30 septembre 2014

Totalitarianism: A Specious Concept

Totalitarianism: A Specious Concept

By Dominique Venner

Ex: http://www.counter-currents.com

Translated by Giuliano Adriano Malvicini

vennerstudy-211x300.jpgThe American historian George Mosse has pin-pointed the specious nature of the theory of totalitarianism: it “looks upon the world exclusively from a liberal point of view”. In other words, totalitarianism is a concept elaborated by liberal thought in order to present itself in a favorable light, contrasting itself to its various enemies, all of which are confused together in a single, unholy category, according to the binary opposition of “us and them.”

The theory of totalitarianism reveals the intensely ideological character of liberalism. It generalizes and reduces very different realities to a single category, hiding everything that distinguishes the different anti-liberal systems from each other. How can one compare the blank-slate, egalitarian, internationalist communist system, responsible for millions of deaths before the war, and elitist, nationalist Italian fascism, to which only about ten executions can be attributed during the same period?[1]

This immense quantitative difference corresponds to essential qualitative differences. What liberalism refers to with the blanket term “totalitarianism” includes distinct realities that have only superficial appearances in common (“the one-party state”). The liberal theory of totalitarianism utilises an ideological patchwork to justify itself negatively, by asserting its “moral” superiority. It is a kind of ideological sleight of hand that is devoid of scientific value.

In an interview dealing with this subject, Emilio Gentile – having defined himself as “a liberal critiquing the liberal historical interpretation of totalitarianism” – recognised that this interpretation involves three serious errors: “It first assimilates two very different things to each other, fascism and bolshevism. Furthermore, it considers rationality to be an exclusive attribute of liberalism, denying any form of rationality to the three anti-liberal experiments. Finally, the third error consists in transforming merely apparent similarities into essential similarities. In other words, one might consider fascism, bolshevism and nazism as three different trees with certain similarities, while liberal theory wants to make them into a single tree with three branches.”[2]

This amounts to asserting that the use of the word “totalitarianism” as a generic, universal term is scientifically abusive. As soon as the concept indistinctly covers everything that is opposed to liberalism, only paying attention to this negative criterion, it is emptied of meaning. It can now be applied to anything: Islamism, various exotic tyrannies, and why not the Catholic church? This polemical device is as reductive as that used by the communists, when they wanted to reduce everything that opposed them to “capitalism” or “imperialism.”

Notes

1. We have already noted that beyond a few rare actions that can be imputed to the Italian secret service, the assassination of Matteotti and the street violence following the civil war of the twenties, and also excluding the war and colonizations, there were only nine political executions in fascist Italy from 1923 to 1940 (and seventeen others from then on until 1943). Cf. the American historian S. G. Payne (Franco José Antonio. El extrano caso del fascismo espanol, Planeta, Barcelona, 1997, p. 32).

2. A conversation between Emilio Gentile and Dominique Venner in La Nouvelle Revue d’Histoire, 16th issue, January-February 2005, pp. 23-26. On the same subject, I also refer the reader to my interview with Ernst Nolte (Éléments, issue 98, May 2000, pp. 18-21).

Source: Dominique Venner, Le Siècle de 1914: Utopies, guerres et révolutions en Europe au XXe siècle (Paris: Pygmalion, 2006).

 

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lundi, 29 septembre 2014

La contracultura como ideología capitalista

La contracultura como ideología capitalista

Sobre La revolución divertida de Ramón González Ferriz

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por José Andrés Fernández Leost 

La contracultura es la cultura de los ricos y bien formados. La rebelión es una tradición del sistema capitalista a la que se premia. Estas dos frases, extraídas de su libro, podrían resumir las conclusiones a las que llega Ramón González Ferriz en La revolución divertida, expresión que emplea para referirse a Mayo del 68 y, por extensión, a todas las «revoluciones culturales» que se ha producido desde entonces en Occidente.

La tesis de fondo no es inédita: apela a la capacidad de adaptación del capitalismo democrático ante las transformaciones socio–morales –encauzadas por los medios de comunicación masivos– deslizando de paso una leve crítica a la generación de los años sesenta{1}. El autor no olvida referirse a las «guerras culturales» que desde hace casi medio siglo enmarcan el debate público, sin cuestionar –y esto es clave– las instituciones políticas. En este sentido, subraya la eclosión de un conservadurismo renovado que, al igual que la izquierda libertaria, construye mitos (los dorados y tranquilos cincuenta) para competir en el mercado de las ideas y venderse mejor. A su vez, el libro tiene la virtud de analizar el caso español, cuyas tendencias tras el fin del franquismo no hacen sino replicar las pautas de transgresión sistémica propias de la cultura pop (verdadero marco ideológico del capitalismo), llegando hasta el 15M.

Pero volvamos al principio, esto es, al 68. Fue entonces cuando alcanzaron visibilidad social temas que en gran parte continúan definiendo la agenda político–mediática del presente (feminismo, ecologismo, homosexualidad…). También cuando se rompió el consenso cristiano–socialdemócrata de postguerra, pero solo para generar otro nuevo, en el que convergen la liberación de las costumbres y la economía de mercado. Así, pese a su fracaso político, el 68 triunfó en la calle puesto que, en lugar de una revolución a la antigua usanza –de asalto al poder–, fue un movimiento de ascendencia artística, más pegado a los beatniks y Dylan que a los tratados de Althusser o Adorno. Los «niños de papa tocados por la gracia» que la protagonizaron (de acuerdo con Raymond Aron) constituían la generación mejor tratada de la historia, legatarios de las políticas bienestaristas implantadas por los De Gaulle, Attlee, Roosevelt, etc., en un contexto de boom demográfico. En vez de tumbar al sistema, la revolución divertida tan solo exigió al cabo, en sintonía con la canción de los Beatles, una apertura («interior») de la mente, un ensanche del consumo de experiencias voluptuosas que no hizo sino expandir el capitalismo. Y actualizar su percepción, que pasó de una imagen conformista a otra bohemia, diferente, cool, gradualmente acomodada a la del «genio informático». Entretanto, las reivindicaciones clásicas de la izquierda se fragmentaron al punto de abandonar la lucha de clases y desplazar el núcleo del debate a un terreno de juego estético, identitario. De puro marketing. En consecuencia, la izquierda quedó varada en el callejón sin salida en el que se metió, defendiendo modelos de vida libertarios al tiempo que reclamaba más Estado. Ello no impidió una reacción –asimismo decorativa– de una derecha puritana que, envalentonada por los medios, ha desembocado en el Tea Party. De este modo, mientras el mainstream ha consolidado una hegemonía cultural sincrética, lúdica, tolerante e individualista, se ha abierto un espacio en los márgenes destinado a la retórica radical, intelectualmente confortable y sin mayor repercusión que la que le concede la moda.

La tardía incorporación de España al sistema de democracias representativas apenas retrasó la adhesión de su sociedad al mismo imaginario. Retrotrayéndose al inicio de la transición, el autor subraya la prevalencia que acaparó la Nueva Ola –corriente postpunk antecesora de la Movida madrileña, sin mayores ambiciones políticas– frente a la izquierda ácrata afincada en Barcelona, más «sesuda» (ciertamente, ni la dimensión hedónica que cultivaba esta corriente casaba con el viejo espíritu cenetista –reflejo de una clara ruptura generacional– ni su maximalismo utópico implicaba efectos institucionales). Sea como fuere, el ajuste de los valores postmodernos a las nuevas estructuras de decisión terminó cuajando con la creación del Ministerio de Cultura, el cual –poniendo en ejercicio el concepto de simulacro de Baudrillard– se convirtió en el mayor patrocinador del anti–establishment toda vez que, al amparo del radicalismo estético, la agitación política quedó desactivada. Es lo que algunos etiquetan como «Cultura de la Transición» que en los ochenta encarnaron mejor que nadie los «intelectuales pop»: un conjunto de personajes vinculados a la socialdemocracia procedentes de la esfera universitaria, literaria o periodística (Tierno, Aranguren, Vázquez Montalbán…) a la que se incorporaron figuras del ámbito artístico, siguiendo la estela del resto de Occidente (Bob Marley, Bono, Manu Chao, etc.). Un fenómeno que –también al igual de lo que sucedió fuera de nuestras fronteras– tendrá su contrapunto ideológico, cuando a mediados de los años noventa el partido conservador alcance el poder en España y los intelectuales de derechas, esgrimiendo asimismo un discurso transgresor («políticamente incorrecto») reciban su cuota de apoyo estatal.

Bajo el signo de una conflictividad ideológico–cultural normalizada, en gran parte abolida, el tramo final del libro repasa los últimos ecos del 68 que resuenan en los albores del siglo XXI, al compás de la antiglobalización, la revolución de las nuevas tecnologías y la crisis financiera. La proximidad de estos acontecimientos no ocultan su «lógica divertida», inofensiva en términos políticos y diáfana a poco que se examinen sus características. De hecho, en el caso del movimiento antiglobalización –que alcanzó su mayor cota de popularidad en las manifestaciones de Seattle y Génova de 1999 y 2001– nos encontramos ante un ideario amorfo e inconsistente, rápidamente fagocitado por el capitalismo cultural, vía productos «indies». Pese a su vocación purista por recuperar la esencia mística del 68 –frente a quienes la traicionaron– la multitud de causas que acumulaba (etnicismo, antiliberalismo, animalismo, etc.) acabó por diluir su congruencia. Tanto más por cuanto la única reivindicación de peso, más o menos compartida, solicitaba una mayor presencia estatal, en detrimento del libertarismo genuino. Quizá más coherencia guarden las batallas abiertas por la revolución cibernética, siempre que se acentúe su naturaleza apolítica. Según subraya González Ferriz, la juventud de los líderes y emprendedores del universo digital{2} se plasma en el entorno laboral que han construido: informal, desprofesionalizado y flexible. Ajeno a la agenda política. Y aunque es verdad que internet ha posibilitado la creación de un espacio capaz de impulsar cambios sociales e incluso intensificar los grados de participación (Democracia 2.0), lo cierto es que los fundamentos del régimen representativo permanecen indemnes, escasamente erosionados por la actividad de plataformas «hacktivistas» como Anonymous o WikiLeaks. En cambio, el impacto de internet se ha dejado notar en el circuito de las industrias culturales, cuestionando el alcance de la propiedad intelectual, fracturando los filtros de autoridad y desarbolando el modelo de negocio establecido. Esta brecha ha introducido una cierta mutación ideológica, en el sentido de que los antiguos progresistas se han convertido en los nuevos conservadores, nostálgicos del viejo orden, mientras que muchos partidarios del libre intercambio de contenidos simpatizan con el libertarismo individualista. Con todo, cabe matizar la magnitud de este fenómeno, en tanto no ha alumbrado un sistema alternativo y el rol de las empresas culturales (editoriales, productoras, etc.) sigue vigente.

Por fin, la última estación del trayecto nos lleva a las manifestaciones del 15M español y al movimiento Occupy, en las que confluyen rasgos de la antiglobalización con el empleo eficaz de tácticas digitales, a través de redes como twitter o facebook. Su instantánea instrumentalización mediática amortiguó la carga de su ideario más auténtico, ligado a la corriente «okupa» y al libertarismo de izquierda de los setenta, aunque también colocó en un primer plano de interés sus planteamientos de base (autogestión, asamblearismo…). No obstante, la heterogeneidad de sus integrantes y la fragilidad de sus referentes teóricos (encarnados en el endeble panfleto de Stéphane Hessel) han acabado por desinflar un fenómeno que tampoco estaba exento de contradicciones. Y es que en su trasfondo –debajo del agotamiento provocado por la crisis económica– nos topamos con una nueva quiebra generacional, protagonizada por una juventud que no busca sino vivir en las mismas condiciones de desahogo y estabilidad que sus padres. Estaríamos por tanto ante una suerte de revolución conservadora, presumible nicho de futuros políticos y empresarios de éxito, llamada a perpetuar en una nueva vuelta de tuerca el «entretenimiento–marco» en el que se desenvuelve la dinámica política occidental. El teatro de su mundo. Quizá el desencanto y la desafección social expresada en las encuestas hacia las principales instituciones (dicho de otro modo: la atracción por la anti–política o el populismo) represente su indicio actual más evidente, síntoma de la enfermedad que supone desconocer la reconfiguración de un mundo emergente más complejo, más rico, con más clases medias y, en consecuencia, más sometido a la presión, al riesgo y a la competencia global por los recursos materiales y energéticos. Pero este otro debate carece de diversión.

Notas

{1} Dicho razonamiento encuentra soporte en una creciente bibliografía desmitificadora en la que destacan títulos como Rebelarse vende, de Joseph Heath y Andrew Potter (2004) o La conquista de lo cool (1997), donde su autor, Thomas Frank, ubica en las reconversiones de la industria publicitaria de los años cincuenta–sesenta el germen de la contracultura, detonante del consumismo individualista posterior.

{2} Sus máximos exponentes apenas superaban los 30 años en el momento en el que fundaron sus proyectos.

Fuente: El Espía Digital

mercredi, 17 septembre 2014

Pour mieux comprendre la Révolution Conservatrice allemande

Pour mieux comprendre la Révolution Conservatrice allemande

par Georges FELTIN-TRACOL

junger-1-198x300.jpgEn dépit de la parution en 1993 chez Pardès de l’ouvrage majeur d’Armin Mohler, La Révolution Conservatrice allemande 1918 – 1932, le public français persiste à méconnaître cet immense ensemble intellectuel qui ne se confine pas aux seules limites temporelles dressées par l’auteur. Conséquence immédiate de la Première Guerre mondiale et de la défaite allemande, cette mouvance complexe d’idées plonge ses racines dans l’avant-guerre, se retrouve sous des formes plus ou moins proches ailleurs dans l’espace germanophone et présente de nombreuses affinités avec le « non-conformisme français des années 30 ».

Dans son étude remarquable, Armin Mohler dresse une typologie pertinente. À côté d’auteurs inclassables tels Oswald Spengler, Thomas Mann, Carl Schmitt, Hans Blüher, les frères Ernst et Friedrich Georg Jünger, il distingue six principales tendances :

— le mouvement Völkisch (ou folciste) qui verse parfois dans le nordicisme et le paganisme,

— le mouvement Bündisch avec des ligues de jeunesse favorables à la nature, aux randonnées et à la vie rurale,

— le très attachant Mouvement paysan de Claus Heim qui souleva le Schleswig-Holstein de novembre 1928 à septembre 1929,

— le mouvement national-révolutionnaire qui célébra le « soldat politique »,

— il s’en dégage rapidement un fort courant national-bolchévik avec la figure exemplaire d’Ernst Niekisch,

— le mouvement jeune-conservateur qui réactive, par-delà le catholicisme, le protestantisme ou l’agnosticisme de ses membres, les idées de Reich, d’État corporatif (Ständestaat) et de fédéralisme concret.

Le riche ouvrage d’Armin Mohler étant épuisé, difficile à dénicher chez les bouquinistes et dans l’attente d’une éventuelle réédition, le lecteur français peut épancher sa soif avec La Révolution Conservatrice allemande, l’ouvrage de Robert Steuckers. Ancien responsable des revues Orientations, Vouloir et Synergies européennes, animateur aujourd’hui de l’excellent site métapolitique Euro-Synergies, Robert Steuckers parle le néerlandais, le français, l’allemand et l’anglais. À la fin des années 1970 et à l’orée des années 1980, il fit découvrir aux  « Nouvelles Droites » francophones des penseurs germaniques méconnus dont Ernst Niekisch. Il faut par conséquent comprendre ce livre dense et riche comme une introduction aux origines de cette galaxie intellectuelle, complémentaire au maître-ouvrage de Mohler.

Vingt-cinq articles constituent ce recueil qui éclaire ainsi de larges pans de la Révolution Conservatrice. Outre des études biographiques autour de Jakob Wilhelm Hauer, d’Arthur Mœller van den Bruck, d’Alfred Schuler, d’Edgar Julius Jung, d’Herman Wirth ou de Christoph Steding, le lecteur trouve aussi des monographies concernant un aspect, politologique ou historique, de cette constellation. Il examine par exemple l’œuvre posthume de Spengler à travers les matrices préhistoriques des civilisations antiques, le mouvement métapolitique viennois d’Engelbert Pernerstorfer, précurseur de la Révolution Conservatrice, ou bien « L’impact de Nietzsche dans les milieux politiques de gauche et de droite ».

De tout cet intense bouillonnement, seuls les thèmes abordés par les auteurs révolutionnaires-conservateurs demeurent actuels. Les « jeunes-conservateurs » développent une « “ troisième voie ” (Dritte Weg) [qui] rejette le libéralisme en tant que réduction des activités politiques à la seule économie et en tant que force généralisant l’abstraction dans la société (en multipliant des facteurs nouveaux et inutiles, dissolvants et rigidifiants, comme les banques, les compagnies d’assurance, la bureaucratie, les artifices soi-disant “ rationnels ”, etc., dénoncés par la sociologie de Georges Simmel) (p. 223) ».

La Révolution Conservatrice couvre tous les champs de la connaissance, y compris la géopolitique. « Dans les normes internationales, imposées depuis Wilson et la S.D.N., Schmitt voit un “ instrumentarium ” mis au point par les juristes américains pour maintenir les puissances européennes et asiatiques dans un état de faiblesse permanent. Pour surmonter cet handicap imposé, l’Europe doit se constituer en un “ Grand Espace ” (Grossraum), en une “ Terre ” organisée autour de deux ou trois “hegemons ” européens ou asiatiques (Allemagne, Russie, Japon) qui s’opposera à la domination des puissances de la “ Mer ” soit les thalassocraties anglo-saxonnes. C’est l’opposition, également évoquée par Spengler et Sombart, entre les paysans (les géomètres romains) et les “ pirates ”. Plus tard, après 1945, Schmitt, devenu effroyablement pessimiste, dira que nous ne pourrons plus être des géomètres romains, vu la défaite de l’Allemagne et, partant, de toute l’Europe en tant que “ grand espace ” unifié autour de l’hegemon germanique. Nous ne pouvons plus faire qu’une chose : écrire le “ logbook ” d’un navire à la dérive sur un monde entièrement “ fluidifié ” par l’hégémonisme de la grande thalassocratie d’Outre-Atlantique (p. 35). »

Robert Steuckers mentionne que la Révolution Conservatrice a été en partie influencée par la riche et éclectique pensée contre-révolutionnaire d’origine française. « Dans le kaléidoscope de la contre-révolution, note-t-il, il y a […] l’organicisme, propre du romantisme post-révolutionnaire, incarné notamment par Madame de Staël, et étudié à fond par le philosophe strasbourgeois Georges Gusdorf. Cet organicisme génère parfois un néo-médiévisme, comme celui chanté par le poète Novalis. Qui dit médiévisme, dit retour du religieux et de l’irrationnel de la foi, force liante, au contraire du “ laïcisme ”, vociféré par le “ révolutionnarisme institutionnalisé ”. Cette revalorisation de l’irrationnel n’est pas nécessairement absolue ou hystérique : cela veut parfois tout simplement dire qu’on ne considère pas le rationalisme comme une panacée capable de résoudre tous les problèmes. Ensuite, le vieux-conservatisme rejette l’idée d’un droit naturel mais non pas celle d’un ordre naturel, dit “ chrétien ” mais qui dérive en fait de l’aristotélisme antique, via l’interprétation médiévale de Thomas d’Aquin. Ce mélange de thomisme, de médiévisme et de romantisme connaîtra un certain succès dans les provinces catholiques d’Allemagne et dans la zone dite “ baroque ” de la Flandre à l’Italie du Nord et à la Croatie (p. 221). » Mais « la Révolution Conservatrice n’est pas seulement une continuation de la Deutsche Ideologie de romantique mémoire ou une réactualisation des prises de positions anti-chrétiennes et hellénisantes de Hegel (années 1790 – 99) ou une extension du prussianisme laïc et militaire, mais a également son volet catholique romain (p. 177) ». Elle présente plus de variétés axiologiques. De là la difficulté de la cerner réellement.

La postérité révolutionnaire-conservatrice catholique prend ensuite une voie originale. « En effet, après 1945, l’Occident, vaste réceptacle territorial océano-centré où est sensé se recomposer l’Ordo romanus pour ces penseurs conservateurs et catholiques, devient l’Euramérique, l’Atlantis : paradoxe difficile à résoudre car comment fusionner les principes du “ terrisme ” (Schmitt) et ceux de la fluidité libérale, hyper-moderne et économiciste de la civilisation “ états-unienne ” ? Pour d’autres, entre l’Orient bolchevisé et post-orthodoxe, et l’Hyper-Occident fluide et ultra-matérialiste, doit s’ériger une puissance “ terriste ”, justement installée sur le territoire matriciel de l’impérialité virgilienne et carolingienne, et cette puissance est l’Europe en gestation. Mais avec l’Allemagne vaincue, empêchée d’exercer ses fonctions impériales post-romaines, une translatio imperii (une translation de l’empire) doit s’opérer au bénéficie de la France de De Gaulle, soit une translatio imperii ad Gallos, thématique en vogue au moment du rapprochement entre De Gaulle et Adenauer et plus pertinente encore au moment où Charles De Gaulle tente, au cours des années 60, de positionner la France “ contre les empires ”, c’est-à-dire contre les “ impérialismes ”, véhicules des fluidités morbides de la modernité anti-politique et antidotes à toute forme d’ancrage stabilisant (p. 181) ». Le gaullisme, agent inattendu de la Révolution Conservatrice ? Dominique de Roux le pressentait avec son essai, L’Écriture de Charles de Gaulle en 1967.

Ainsi le philosophe et poète allemand Rudolf Pannwitz soutient-il l’Imperium Europæum qui « ne pourra pas être un empire monolithique où habiterait l’union monstrueuse du vagabondage de l’argent (héritage anglais) et de la rigidité conceptuelle (héritage prussien). Cet Imperium Europæum sera pluri-perspectiviste : c’est là une voie que Pannwitz sait difficile, mais que l’Europe pourra suivre parce qu’elle est chargée d’histoire, parce qu’elle a accumulé un patrimoine culturel inégalé et incomparable. Cet Imperium Europæum sera écologique car il sera “ le lieu d’accomplissement parfait du culte de la Terre, le champ où s’épanouit le pouvoir créateur de l’Homme et où se totalisent les plus hautes réalisations, dans la mesure et l’équilibre, au service de l’Homme. Cette Europe-là n’est pas essentiellement une puissance temporelle; elle est la “ balance de l’Olympe ” (p. 184) ». On comprend dès lors que « chez Pannwitz, comme chez le Schmitt d’après-guerre, la Terre est substance, gravité, intensité et cristallisation. L’Eau (et la mer) sont mobilités dissolvantes. Continent, dans cette géopolitique substantielle, signifie substance et l’Europe espérée par Pannwitz est la forme politique du culte de la Terre, elles est dépositaire des cultures, issues de la glèbe, comme par définition et par force des choses toute culture est issue d’une glèbe (p. 185) ».

On le voit, cette belle somme de Robert Steuckers ne se réduit pas à une simple histoire des idées politiques. Elle instruit utilement le jeune lecteur avide d’actions politiques. « La politique est un espace de perpétuelles transitions, prévient-il : les vrais hommes politiques sont donc ceux qui parviennent à demeurer eux-mêmes, fidèles à des traditions – à une Leitkultur dirait-on aujourd’hui -, mais sans figer ces traditions, en les maintenant en état de dynamisme constant, bref, répétons-le une fois de plus, l’état de dynamisme d’une anti-modernité moderniste (p. 222). » Une lecture indispensable !

Georges Feltin-Tracol

• Robert Steuckers, La Révolution Conservatrice allemande. Biographies de ses principaux acteurs et textes choisis, Les Éditions du Lore (La Fosse, F – 35 250 Chevaigné), 2014, 347 p., 28 € + 6 € de port.

Pour commander: Editions du Lore

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Dugin on the Subject of Politics

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An agent of chaos: Alexander Dugin with the chaos star, symbol of Eurasianism[1]

Dugin on the Subject of Politics

By Giuliano Adriano Malvicini

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Dugin’s Social Constructionism

The claim that there is no biological basis for the concept of race, or that it is not useful in explaining contemporary reality, is of course patently false. But Dugin follows postmodern thinkers like Foucault and Althusser in arguing that not only race, but all political subjects are constructs. 

Race is a product of society, rather than society a product of race. Man, he argues, exists as a subject only within the political realm. “What man is, is not derived from himself as an individual, but from politics. It is politics that defines the man. It is the political system that gives us our shape. Moreover, the political system has an intellectual and conceptual power, as well as transformative potential without limitations” (The Fourth Political Theory, p. 169). In other words, the subject does not create itself, nor is it a natural given like race or the individual. The subject is a construct, existing only within a political system.

It follows that ultimately, there is no master subject who creates or exercises conspiratorial control over the system. On the contrary: subjects exist only as functions, produced by subjectless political structures. As the political system changes, shifting from one historical paradigm to another — from traditional society to modern society, for example — it constructs the normative type of subjectivity it requires to function. “[T]he political concept of man is the concept of man as such, which is installed in us by the state or the political system. The political man is a particular means of correlating man with this state and political system. […] We believe we are causa sui, generated within ourselves, and only then do we find ourselves within the sphere of politics. In fact, it is politics that constitutes us. […] Man’s anthropological structure shifts when one political system changes to another” (The Fourth Political Theory, p. 169). In other words, the subject does not bring about a political paradigm shift on its own — it is the new paradigm that will call a new subject into being through a process of “interpellation.”

The study of the anthropological shift from the type of man belonging to traditional society to the type of man belonging to modern society leads to the relativization not only of modern man, but of modern rationality as such. This relativization of modernity is “postmodernity.” The modern idea of progress towards a humanity unified on the foundation of universal Reason is shown to be an illusion, and this implies that traditional societies are placed on the same level as modern society.

Dugin’s reasoning appears to be as follows: the subject cannot radically break through the system (carry out a revolution or “paradigm shift”) and go beyond it if it is itself a product of the system, and can only exist within the limits of that system. This was why class, race, and the individual, all of which are subjects constituted and defined within the horizon of modernity, failed to overcome the crisis and impasses of modernity. In other words, the subject would have to be grounded in a reference point outside of the political system, in order to have the leverage needed for any radical political agency. There would have to be a “radical subject,” and for Dugin the “radical subject” seems to be chaos [2]. Chaos is freedom beyond its capture within the limits of the bourgeois or humanist conception of the individual. The shattering of the liberal individual is not the negation of freedom, but the revelation of the essence of freedom as anarchic, sovereign chaos, a chaos that will be mastered only through the emergence of a new kind of subject.

The political subject acts within the realm of politics, but must be founded in a realm beyond and before the political – in the case of modern, secular ideologies, the realm of nature. The subject of politics must transcend the sphere of politics in order to be able to master it, define it, and set its boundaries and goals. For example, liberal ideology posits the existence of the individual as a natural given, prior to the existence of the social order. Only in this way can it found the political order on the individual and its universal, natural rights.

Analogously, National Socialists view race as a biological given existing prior to and beyond the political, and the state as possessing meaning only insofar as it is an instrument through which a race is protected, preserved and its potentialities are actualized and enhanced. This means that for National Socialists, race transcends the political realm, subordinating it to itself. The political consciousness they strive to awaken others to is racial self-consciousness, much as Marxists attempt to awaken the proletariat to class consciousness.

For Marxists, the means of production transcend the political realm, forming its material basis and driving force. A class constitutes itself as a political subject by taking control of the means of production. Marx defined labor as “the metabolism of nature.”

“The definition of a historical subject is the fundamental basis for political ideology in general, and defines its structure” (The Fourth Political Theory, p. 38). For example: for nationalists, the real subjects of history are nations, viewed as a sort of supra-individuals with a will and a destiny of their own. History is the history of nations. Identity is primarily national, and the friend/enemy distinction (which is constitutive for the political) goes along national lines. For racism, on the other hand, the true subjects of history are the various races, locked in a Darwinian struggle for life. This view of history is determined by the modern concepts of biological evolution and progress. Identity is primarily racial, and the friend/enemy distinction goes along racial lines. For Marxism, the subjects of history are classes, again viewed as forms of collective subjectivity, and consequently, the whole of history was interpreted as the history of class struggle. Identity is class identity, and the friend/enemy distinction goes along class lines.

The political subject is also an historical subject. This means that each modern political ideology corresponds to a “grand narrative” — an over-arching interpretation — of history. History as a whole is viewed as created through the agency of a certain historical subject. It then becomes obvious that political ideologies are secular substitutes for a theological interpretation of history, and that the historical subjects posited by them are substitutes for divine Providence as the transcendent subject of history. As Carl Schmitt argued, all the fundamental concepts of politics are secularized theological concepts.

The place of the political subject — a kind of vacuum left by the withdrawal of God from the world and history — is the site of contestation between the various modern political ideologies. Each of them fought to occupy that vacant place with their own concept of the political subject. Each of them claimed to master the destructive and creative forces liberated by modernity, bringing modernity to its full actualization. Communism saw itself as the final, inevitable and culminating phase of modernity, towards which industrial capitalism had only paved the way. Liberalism views the progressive liberation of the individual, along with the processes of secularization, modernization, and globalization, as an historical necessity. Fascism saw itself as an avant-garde, revolutionary movement, dismissed liberal, bourgeois democracy as a doomed residue of the nineteenth century, and claimed that the organic state was the only adequate form through which the masses could be mobilized in modern societies. Both Italian Fascism and German National Socialism modernized and revolutionized their respective nations, and would not have been politically successful if they had not done so. Early Fascism was influenced by the avant-garde modernism of Futurism, which called for the nihilistic destruction of the past and unconditionally worshipped modern technology and “progress.” (This lead Evola to reject Futurism as a form of “Americanism.” Marinetti retorted that he had as little in common with Evola as with “an Eskimo.” Bizarrely — for someone who claims to be a traditionalist — Dugin views Futurism as one of the admirable elements of early Fascism that he wishes to recuperate.)

Each of these political systems, then, claimed that it was the most appropriate form for modern, technologically advanced society. This form corresponded to a certain figure or human type, an embodiment of a certain political project, the normative “man of the future”: be it homo sovieticus, the new Fascist man, the racially purified Aryan superman, or the enlightened, bourgeois individual. In other words, each of these ideologies or “political theories” posited a normative subject as the basis of its political vision and its interpretation of history. The transition into fully realized modernity was not only a political revolution, but also an anthropological revolution: the production of a “new man.”

According to Dugin, in the crisis of the end of modernity, not only race and class, but also the nation-state ceases to be an authentic political subject, even though he recognizes that the will to preserve national sovereignty is, in the current situation, a natural locus of resistance to globalism. The de-sovereignization of the nation is its de-subjectivization. After 1945, European nations ceased to be sovereign, independent historical actors, and effectively also ceased to exist as historical subjects with a real identity.

However, Dugin sees this de-sovereignization/de-subjectivization as inevitable, even inherent in the nature of the nation itself. He fully accepts the postmodern idea that the nation is an artificial, ideological, and political construct, an “imagined community” created as a means of unifying fragmented, modern societies. The nation is, in his view, merely a simulacrum, an artificial substitute for the lost totality of traditional society (presumably, he views race similarly, as being a modern simulacrum of the “ethnos”). Historically, its emergence corresponds to the precise moment when traditional society enters into crisis. It is a compromise, a transitional form, a ruse.

Moreover, he views the function of the nation as a device for facilitating the transition from pre-modern, traditional society to fully modern, liberal, civil society. As a result, it cannot constitute an enduring force of resistance to liberal globalization. He views the nation as a dispositive of power geared to producing a certain standardized, normative type of political subject: the bourgeois individual (citizen). In doing so, it destroys regional, organic, ethnic communities (for example, through the suppression of regional autonomy, traditions, and linguistic variation in Italy and France, and the imposition of a standardized national language) as well as liquidating the last residues of traditional elites (the aristocracy).

Thus, the concept of “ethno-nationalism” is, in his view, ultimately an absolute contradiction in terms: the nation is inherently “ethnocidal [3].” It destroys the ethnos and replaces it with a “demos.” Nationalism, according to Dugin, must be condemned not just because it has been the cause of pointless, destructive wars, but because the nation itself is inherently violent — violent in the sense that it is an arbitrary construct without any sacred, transcendent basis. Its violence is the violence of modernity itself. (Certainly, this is true of many nations, perhaps most notably of the nation of Israel, which is an entirely modern, artificial construction, as is perhaps the idea that Jews are a unified, homogeneous race or ethnic group.) Nothing, however, so far assures us that the idea of Eurasian empire dominated by Russia would be less artificial, violent or “ethnocidal.”

(The new European post-war order projected by the dominant faction of the Waffen SS was not based on the nation-state, but on a pan-European federation of culturally autonomous regions. Dugin fails to mention this fact, but his characterization of National Socialism is tendentious.)

In any case, the ultimate incompatibility of Eurasianism with ethno-nationalism is clear. David Beetschen of the Eurasianist artists’ association has given poetic expression to this incompatibility in the following (stirring!) lyrical effusion:

Have you dreamt of the eurasian parliament
for which all energy we have joyfully spent.
There isn’t any discriminatory segregation
in class, race, sex or in any form of a nation.

As for the fascist concept the organic state, based on Hegel’s philosophy of the state, Dugin does not discuss his reasons for rejecting it as a credible candidate for the political subject. In general, Dugin simply takes the defeat of both the second and third political theories as axiomatic, without providing much in the way of substantial argument for this. The third political theory simply does not exist after 1945. “Each and every declared fascist after 1945 is a simulacrum” (The Fourth Political Theory, p. 174). In his view, modernity has been fully actualized in liberal society, and consequently, the ideological contest of modernity is over.

This view is more credible with regard to communism than with regard to fascism. The death of communism was, as Dominique Venner has written, an “inglorious demise.” Its collapse was due to its own bureaucratic inertia and utter failure to effectively manage economic development. Fascism and National Socialism, on the other hand, were spectacularly successful as political experiments, and, perhaps for this very reason, had to be militarily destroyed by their international rivals.

Dugin clearly views the defeat of National Socialist Germany as a consequence of its anti-Russian and anti-communist policies. Since Dugin views both of these policies as connected with the infection of National Socialism by atlanticism and Anglo-Saxon, biological racism, he views the defeat of the third position as a consequence of ideological errors, and not simply as an historical contingency. Not only was Nazi Nordicism a vulgar, materialist misinterpretation of the traditional doctrine of the north as the pole of tradition, National Socialism was anti-communist and anti-Slavic because it was anti-Eastern, that is, pro-Western (modern).

Today, according to Eurasianists (who in this respect are inheritors of National Bolshevism), European nationalists are repeating the disastrous errors of the German National Socialists when they again oppose “the East” in the form of Islamisation. Generally, Eurasianists try to downplay the idea of a “clash of civilizations” or any claim that there is a sharp opposition between Islam and European civilization. They accuse nationalists who view Islam as incompatible with European values of confusing “Europe” with “the West.”

Any interpretation of European history that sees some enlightenment values as rooted in the European tradition itself — in classical Greece, for example — is accused of trying to legitimate “the West” by inventing historical precedents and falsifying the true European tradition, which is rooted in Eurasia and in no way opposed to Islam. This is undoubtedly consistent with a Traditionalist position, which only recognizes those elements of European civilization as valid that are derived from the unitary, universal Tradition, of which Islam is viewed as a part. However, the exclusivist claims of Islam, especially in its modern, radical form, are wholly non-Traditional.

Dugin sees the triumph of liberalism as a necessary, fatal triumph, in a sense. Liberalism has triumphed because it can legitimately lay claim to being the most successful actualization of the potentialities of modernity. Liberalism did indeed succeed in modernizing the West to a much greater degree than communism succeeded in modernizing the countries of the Eastern bloc, so much so that “the West,” and particularly the United States, is today more or less synonymous with modernity. In the decades after the second world war, capitalism, using economic means, modernized Western European societies to a degree undreamed of by fascism, making the third position ideologies seem archaic and obsolete by comparison. In a sense, liberalism is the origin of the other ideologies of modernity – both communism and fascism emerged as attempts to overcome liberalism, while mastering the forces liberated by modern industrial capitalism and technology. It has also outlived the adversaries it engendered.

Dugin Contra Nationalism

Why does Dugin reject nationalism? His negative view of nationalism differs to some extent from that of Evola, who saw it not only as destructive of the traditional European order, but also as leading towards modern collectivism (Dugin, on the contrary, sees collectivism as something positive). Does Dugin follow Heidegger in viewing nationalism as an “anthropologism” (cf. “Letter on Humanism”)? What Heidegger mean by this is that nationalism, like Marxism, places man, rather than Being, at the center of history. Nationalism is a “subjectivism,” in the sense that it views man as the subject of history. In this sense, nationalism is indeed a modern phenomenon, since modernity, for Heidegger, is essentially an epoch in the history of metaphysics that was initiated with Descartes’ cogito: with the rational subject as the secure foundation of philosophy and science. Descartes identifies the subject with reason (ratio). This became the metaphysical foundation for the Enlightenment and its anthropology.

However, Dugin does not, unlike Heidegger, reject subjectivism as such. On the contrary, the whole point of the fourth political theory is that it is the search for a new “political subject,” an alternative to the individual as a political subject.

Why does Dugin give Heidegger’s concept of “Dasein” the pivotal role in the “fourth political theory”? Heidegger elaborated his analysis of Dasein as an attempt to overcome the abstractions of the metaphysical concept of the subject. Hence, his “analytic of Dasein” offers the possibility of going beyond the modern political ideologies based on various interpretations of the subject. Dasein is beyond, or prior to, the subject-object split. Dasein is not the rational subject as the abstract basis of the concept of universal man. Dasein is the historical, spatio-temporal structure of concrete existence. The subject is outside of the world, relating to the world as a system of objects. Dasein is always already in the world, involved in it, struggling within it. The world, as Heidegger uses the term, is a totality of relations of meaning. Each thing refers to other things in a circuit of relations. Dasein’s relation to things is one of understanding and interpretation, not (primarily) one of objectification.

The subject is reason, that is, it is defined by its relation to an ultimate cause and foundation (Grund). Dasein is defined by its relation to finitude, death, and the abyss (Ab-grund). However, all this means that it is not clear how Dasein, which according to Heidegger is precisely not the subject, can be called “the subject” of the fourth political theory. Dasein is not a subject that arbitrarily imposes its will, creates itself from nothing or freely makes history. Instead, it is part of a cosmic process that transcends man and his agency. Man does not decide the history of Being. Heidegger is not interested in re-elaborating or modifying the concept of the subject, nor is he interested in returning man to “God and Tradition” in the sense of metaphysical foundations, but is trying to overcome metaphysics itself, that is, all thinking in terms of the Being of beings as a “foundation” (Grund). This also means that Heidegger is far from the metaphysical conceptions of Traditionalism.

If Dugin invokes Heidegger and the analytic of Dasein, we must assume that behind the critique of liberalism and the West, he is attempting a critique of modernity as such (identified with the West). Heidegger’s critique of modernity is linked to an attempt to overcome the philosophy of the subject. In Heidegger’s view, modernity, when the humanitarian masks of the Enlightenment fall off, is technological nihilism, and this nihilism is the fatal consequence of Western metaphysics. Western metaphysics, however, is the foundation of Western civilization as a whole.

Heidegger’s critique is not simply political. He is criticizing bolshevism, liberalism (which paved the way for bolshevism), and other modern ideologies for failing to understand not only their own essence, but the essence of modernity itself: technological nihilism. According to Heidegger, the emancipation of the subject (humanity interpreted as subject) is not the purpose of technological development. It is the other way around — the emancipation of the the subject is a means through which technology emancipates itself. Here, Heidegger’s interpretation of modern technology draws on Nietzsche’s concept of the Will to power. According to Nietzsche, the self is not the subject of the will to power, but is brought into being by the will to power. The last glimmers of transcendence are extinguished from the world so that technology can pursue, unobstructed and on a planetary scale, the endless, circular self-enhancement of its productive power, drawing everything into its vortex, with no ultimate goal or end other than power for its own sake. The West becomes “das Abendland,” the evening-land, the realm of the darkening of the divine, the withdrawal of the gods. Technology as “Ge-stell” is not mastered by man (the subject), but an impersonal destiny of Being itself. Man as a subject can never master technology, since the essence of technology as Gestell constitutes man as a subject. Technological development has no intrinsic, immanent limit, and no boundary can be arbitrarily set to it as long as thinking remains within the horizon of the philosophy of the subject (humanism) and of technological calculation (the final deviation of the Western logos). But as modern technology reaches the full actualization of its dominion, the subject that it once called into being enters into crisis, begins to “vanish.” It is liquidated in a system of purely functional relations without a center, without fixed norms or foundations. The essence of the subject reveals itself to be a kind of limit, which initially functioned as a necessary ground or condition, but now becomes only an obstacle to be overcome. For Heidegger, this crisis, this ultimate threshold of nihilism — brought about by technology itself — opens up the possibility of thinking the essence of man and Being in a much deeper dimension, beyond or before the subject. Instead of man as subject, Heidegger tries to think the historicity of Dasein. This is why the “inner truth” of National Socialism for him meant the confrontation between modern technology and historical man (that is, not man as subject).

For Heidegger, Western modernity and materialism are not, as traditionalists claim, the consequence of a fall from the normal, traditional society of medieval Europe. On the contrary, he views the transition from the Middle Ages to the modern age more as a development than as a radical break with the traditional past. For Heidegger, medieval scholasticism, with its misinterpretation of the Greek logos as “ratio” and its onto-theological synthesis of Greek philosophy with Christianity, prepared the way for Descartes’ rationalism. In a sense, Heidegger develops Nietzsche’s idea that nihilism is not so much a break with Christianity, but instead a revelation of the nihilistic essence of Christianity. As a Christian and a traditionalist, however, Dugin consistently avoids the anti-Christian aspect of Heidegger’s thought, without, however, being able to articulate a critique of it. For Heidegger, as for the majority of the conservative revolutionaries, the origin of modernity is Christian, or rather, it lies in the “onto-theological” synthesis of Christianity and Greek metaphysics. It is the Christian conception of the “sovereignty” of God with regard to the world as creation that is at the origin of the modern concept of the subject, just as the Christian notion of the free individual with a personal relation to God and the Christian concern with the salvation of the immortal soul of all individuals is the origin of modern mass individualism. It is God as the “highest being” — both causa sui and causa prima, the first cause, sovereign over all other beings and the “maker” of the world — that is at the origin of the sovereign subject whose relation to things is one of instrumental manipulation and objectification. Modern secular humanism is onto-theological: it has its origin not in Greek thought, but in the Christian interpretation of Greek thought.

We may add that the Evola of Revolt Against the Modern World also sees Christianity as a primary cause of the involution of the West. He does not view modernity as a fatality somehow inherent in the nature of the West. For Evola, the Western mode of spirituality, which is primarily an active rather than contemplative spirituality, was cut off from the dimension of transcendence by the Semitic, lunar, self-mortifying type of religiosity of Christianity, which ultimately lead to the Western drive to activity being deviated, finding an outlet only on a purely material and human plane.

In any case, whether from a Heideggerian or Traditionalist view, one may agree that race, insofar as it is conceived as a purely human, biological characteristic, is ultimately insufficient, or rather, that it is too narrowly anthropological, and must be integrated into a deeper conception. This is not the same as liquidating the concept of race. It does mean the rejection of certain narrow forms of racism, where the biological concept of race plays an analogous reductive role to the Marxist concept of a material base that determines the ideological superstructure (culture, mentality etc.) of a society.

Man is not the unconditioned, self-creating subject of modern metaphysics. Human existence is conditioned and finite — men are, as Jünger wrote, “sons of the earth.” Race is one of the earthly conditions of man’s existence. An historical world is not an unconditioned, arbitrary “construct.” There is, in Heidegger’s terms, an historical world is always founded through a struggle between world and earth — the world, an articulated, historical space of possibilities and decisions, and the conditions set by the un-objectified, elemental forces of the earth. Blood and soil are given the meaning of a destiny in an historical world (this is not at all the same as claiming that it is an arbitrary historical and social construct). For Heidegger, the limits set by the biological potentialities of human beings are not arbitrary historical creations — what is historical is the particular “figure” or constellation of relations that gives them meaning.

We can also note that the statistical concept of race referred to by race realists today is very different from National Socialist racial theories, which were based on the idea of racial purity. The modern concept of race is not on its own sufficient to non-reductively account for the specificity of our or other civilizations or cultures. The differences between the mentality of Americans of European descent, on the one hand, and the mentality of Europeans, on the other, underscores this clearly. However, it is more than obvious that race plays a role in shaping the general character of civilizations.

Editor’s Note

1. On the chaos star, see Wikipedia [4].


Article printed from Counter-Currents Publishing: http://www.counter-currents.com

URL to article: http://www.counter-currents.com/2014/09/dugin-on-the-subject-of-politics/

URLs in this post:

[1] Image: http://www.counter-currents.com/wp-content/uploads/2014/09/Dugin-chaos-star-e1410484135489.jpg

[2] chaos: http://against-postmodern.org/dugin-necessity-metaphysics-chaos

[3] ethnocidal: http://www.youtube.com/watch?v=fdH6JgqNsPo

[4] Wikipedia: http://en.wikipedia.org/wiki/Symbol_of_Chaos

samedi, 13 septembre 2014

Dugin Contra Liberalism

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Dugin Contra Liberalism

By Giuliano Adriano Malvicini

Ex: http://www.counter-currents.com

Editor’s Note:

This is a beginning of a series of more or less self-contained articles on Alexander Dugin drawn from a larger text, “Race, ‘Ethnos,’ and the Fourth Political Theory.”

Alexander Dugin has designated “liberalism” as the enemy of the “fourth political theory.” Or rather, since the enemy can only be an actually existing group of people and not an idea or ideology, he has designated as the enemy all those are in favor of the global hegemony of liberalism (the hegemony of “the West” and “atlanticism”): “If you are in favor of global liberal hegemony, you are the enemy.”

What does Dugin mean by “liberalism”? Is it the ideology of the people referred to as “liberals” in America? Calling someone a “liberal” in Europe means something quite different from calling someone a “liberal” in the United States. “Liberals” in the United States are on the left: they vote for the Democratic party and are in favor a welfare state and a regulated economy. In Europe, they would be considered social democrats. Ideologically, they are egalitarians and tend to be critical of laissez-faire capitalism. They oppose “racism,” “sexism” and “homophobia” from an egalitarian point of view. They view prison sentences as therapeutic and socializing rather than as forms of punishment. They believe in “social justice” rather than justice through retribution. They believe that human beings are basically good and can be redeemed through “social work.” They believe in social conditioning rather than personal responsibility. They tend to be in favor of a strict separation of church and state, while at the same time advocating an egalitarian world-view that is essentially a form of secularized Christianity.

In Europe, “liberals” are on the right: they are generally opposed to the welfare state, in favor of free markets, the privatization of the infrastructure and a largely unregulated economy. Traditionally, they also support various conservative social policies, placing an emphasis on individual responsibility as the correlative of the notion of individual rights. In other words, liberalism is a bourgeois ideology, favoring a capitalist economy, based on the enlightenment concept of individual human rights.

Today, however, the polarity between left and right is becoming much less sharp, and is gradually being replaced by a general consensus. The social policies of European liberal parties often coincide with those associated with the post-1968, libertarian left. Liberal, pro-capitalist parties oppose “racism,” “sexism,” and “homophobia” from the point of view of individualist libertarianism. Everyone is supposed to be treated as an individual, in an unprejudiced” way. Forms of collective identity — national, religious or racial – are declared passé. National borders and ethnic communities, insofar as they limit the freedom of the individual, are to be abolished. The freedom of the individual must be defended as long as it does not interfere with the rights of other individuals. This is the liberalism that Dugin has designated as the enemy: globalist capitalism founded on the ideology of human rights. The fourth political theory is anti-capitalist, against globalism, and against the ideology of human rights.

Today, the common foundations and origins of the social democratic, egalitarian left and the bourgeois, liberal right in the enlightenment ideology of human rights has become clearer, as “the left” and “the right” become increasingly hard to distinguish from one another. Both left and right-wing mainstream parties today tend to favor multiculturalism, immigration, gay rights, and the separation of church and state. They share fundamental views about gender equality and sometimes drug liberalization. These policies are legitimized by the “right” from the point of view of individual rights, and by the “left” from the point of view of egalitarianism. Moreover, the middle-class leftist “revolutionaries” of the late ’60s and early ’70s have often made a transition from the communist left to the libertarian right, realizing that their adherence to the left was based on an ideological self-misunderstanding. They were essentially bourgeois, left libertarians who briefly mistook themselves for communist revolutionaries.

In other words, the differences between the left and the right in Europe today are only differences of interpretation of a single legacy: the enlightenment. It would more correct to talk about “liberal-egalitarian hegemony” rather than simply “liberal hegemony.” Both liberalism and egalitarianism are based on the ideology of human rights, but emphasize different aspects. Right-wing liberals emphasize the individual aspect of human rights. Leftist egalitarians emphasize the universal aspect of human rights. Both conceptions of humanity — universal man and individual man — are abstractions, that is, defined only in negative terms. Both universal man and individual man are defined as not belonging to a particular group or category (ethnic or otherwise). Insofar as man is universal, “he” cannot belong to any particular ethnic group, gender or other category. The individual, on the other hand, cannot as such be subsumed under any category or defined as belonging to any collectivity (nationality ethnicity, gender, etc.) since this would violate his or her absolute singularity. “The individual,” then, is any and every human being and potentially corresponds to all of humanity. The individual is universal (as a representative of “humanity” as such) and all human beings are, as human beings, individuals. In other words, “universal man” can only be “individual man.” Egalitarianism and individualism ultimately boil down to the same abstract conception of man.

All established, mainstream political parties in Europe today gravitate towards this liberal-egalitarian center. This leaves all other groups marginalized. This center is the rational, humane, bourgeois individual, monopolizing the legacy of the enlightenment, with reason itself as the defining trait of humanity, it follows that those who deviate in some way from the center are non- or less-than-human (monsters), irrational and unenlightened. The marginalized are de-humanized and dismissed as irrational, “mentally ill” or “extremist.” They are denied a voice, the capacity to think and a right to participate in the political sphere: in other words, they are in various ways deprived of political subjectivity.

These groups include the various losers of liberal modernity, such as religious conservatives who oppose gay rights and the separation of church and state. Christian religious conservatives are not completely marginalized — they still have a presence within established political parties, albeit one that is steadily weakening. Communists, who oppose the idea of individual rights, free enterprise, and private property are not entirely marginalized, especially within academia and cultural institutions. When necessary, they post-communist parties in Europe are allowed to form parts of coalition governments. Leftist activists, in the form of “antifa” groups are tolerated insofar as they perform functions as the watchdogs of the system, when measures are required that lie outside of the limits of legality. They also share a common basis with the established political parties in the egalitarian, universalist aspects of their ideology, which has its roots in the enlightenment.

Much more marginalized and demonized are nationalists, who oppose, in varying degrees, universalism (to the extent that they value national identity), free trade (to the extent that they want to protect national economies), and individualism (to the extent that they view national and ethnic identity as in some cases having primacy over individual identity). Finally, the most marginalized and demonized group of all are racialists and racial nationalists, who oppose not only universalism, but also egalitarianism. However heterogeneous these groups are, they are sometimes placed in the same category – that of “totalitarian” or “anti-democratic” movements – by the liberal center.

It is on this basis that Alain de Benoist, Dugin, and Alain Soral have wanted to create an “alliance of the periphery against the center,” that is, of more or less marginalized groups against the dominant political establishment. In their case, this has so far meant not so much an alliance between the radical left and the radical right as an alliance between religious conservatives (to a large extent Muslims) and ex-communists. A good example of this in Western Europe is Alain Soral’s “Egalité et réconciliation” (“Equality and Reconciliation”), which rejects the repatriation of immigrants, instead embracing “communitarianism,” and attempts to build an alliance between Muslim immigrants and French “patriots.” The name of Soral’s movement already makes it clear that a critique of egalitarianism is not part of the agenda. Neither, of course, is racialism or racially-based nationalism.

It is noteworthy that Dugin, too, avoids any critique of egalitarianism. To the extent that opposition to egalitarianism is the essence of the true right, this means downplaying the real differences between left and right by focusing entirely on attacking “liberalism.” The concept of “liberalism” — intentionally left ambiguous, referring at times to capitalist economic individualism, at times to the moral individualism of gay rights activists and secularists — is meant to function as a central pole of opposition that will artificially unify into a single, cohesive front groups that are otherwise profoundly heterogeneous.

It is crucial to understand that Dugin, who calls for a “crusade against the West” is not opposed to liberalism because it is leading to the destruction of the white race. On the contrary, he frequently identifies “the West” with the white race (since he does not view Russians as white, as will be explained later). His primary stated goal is to destroy liberalism, even if that means destroying the white race (“European humanity”) along with it. As he puts it in The Fourth Political Theory:

. . . liberalism (and post-liberalism) may (and must – I believe this!) be repudiated. And if behind it, there stands the full might of the inertia of modernity, the spirit of Enlightenment and the logic of the political and economic history of European humanity of the last centuries, it must be repudiated together with modernity, the Enlightenment, and European humanity altogether. Moreover, only the acknowledgement of liberalism as fate, as a fundamental influence, comprising the march of Western European history, will allow us really to say ‘no’ to liberalism. (The Fourth Political Theory, p. 154)

He also defines the race of the subject of the “fourth political theory” as “non-White/European” [Ibid. p. 189]. He has predicted world-wide anti-white pogroms as retribution for the evil deeds of the white race, pogroms that Russians, however, will be exempt from, since they are not, according to him, fully white [2].


Article printed from Counter-Currents Publishing: http://www.counter-currents.com

URL to article: http://www.counter-currents.com/2014/09/dugin-contra-liberalism/

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[1] Image: http://www.counter-currents.com/wp-content/uploads/2014/09/Dugin4.jpg

[2] not, according to him, fully white: http://www.arcto.ru/article/1289

jeudi, 11 septembre 2014

Laurent Ozon: "France, les années décisives"

 
 
Laurent Ozon: "France, les années décisives"
 
Bonjour,
 
J'ai le plaisir de vous annoncer la parution de mon livre "France, les années décisives" le 21/09 à l'occasion du Rassemblement pour un Mouvement de Remigration à Paris.
 
 
Je vous en adresse le sommaire pour information et espère bénéficier de votre appui dans les combats que nous engageons.
 
Salutations amicales,
 
Laurent Ozon

Mail : laurent.ozon@me.com
Skype : ozonlaurent
 
 
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samedi, 06 septembre 2014

Jean Gorren: un marxiste à redécouvrir

Jean Gorren - Un marxiste à redécouvrir

Jean Gorren: un marxiste à redécouvrir

par Pierre Le Vigan
Ex: http://metamag.fr

Jean Gorren, mathématicien belge, fut aussi un analyste de la pensée de Marx, des années 1930 aux années 1950. On lui doit un Précis de sociologie et un texte intitulé Sociologie et socialisme. Ces deux textes sont de taille à peu près égale. Le premier texte est un cours à l’université ouvrière de Bruxelles. La méthode pas à pas de Gorren est particulièrement didactique. Gorren reprend les fondamentaux de l’analyse marxiste : la distinction forces productives/rapports sociaux de production, mais développe l’étude des superstructures idéologiques, complexes dans la mesure même où les rapports sociaux sont complexes.
 
Jean Gorren reprend l’analyse de Paul Lafargue sur le protestantisme comme « expression religieuse du mode de production capitaliste » dans son Histoire de la propriété. La thèse mériterait un inventaire critique. On s’arrêtera particulièrement sur un autre aspect des thèses de Jean Gorren. Celui-ci explique, à la suite d’Engels dans L’Anti-Dühring  (dans un passage repris dans Socialisme utopique et socialisme scientifique) que le dernier stade (à son époque) du capitalisme est le capitalisme étatique, c’est-à-dire la propriété d’Etat des moyens de production. ( En ce sens, l’Union soviétique n’était-elle pas une forme suprême de capitalisme ? ). En fait, Jean Gorren parle de « collectivisme étatique » à propos de la Russie soviétique, et non de capitalisme étatique.  Pourquoi cette timidité dans la critique de l’URSS du point de vue même de l’émancipation du travail ? 

Reste que Gorren a été un bon diffuseur des thèses les plus justes de Marx. L’analyse historique de l’accumulation capitaliste à ses origines, qui emprunte à Werner Sombart, à Ludwig Gumplowicz et à nouveau à Paul Lafargue, rappelle que le capital ne créé pas de valeur mais « rapporte » de l’argent. Jean Gorren remarque: « La force de travail étant la cause initiale et permanente [de la conscience collective des classes laborieuses] il y a, à toute époque, une éthique du travail en conflit avec l’idéologie dominante. Et c’est cela qui fait l’humanité. »

Jean Gorren, Précis de sociologie marxiste, éditions tribord, 176 pages, 7,50 €. Editions tribord, 4 place des archers 7000 Mons Belgique.